Michel Houellebecq es uno de mis escritores favoritos. Para algunos pasa por ser un rebelde y para otros un hombre de su tiempo que retrata como nadie la situación del país donde vive. He leído casi todos sus libros, entre ellos una novela corta dedicada a Lanzarote. Me gustó mucho su correspondencia con Bernard Henry-Levi, en “Enemigos íntimos”.
Hoy El País publica una entrevista en la víspera de la segunda vuelta de las legislativas francesas. Dice que se trata de la lucha entre las élites y el pueblo, pero qué política no lo ha sido en cualquier tiempo y en cualquier lugar. El problema consiste en localizar dónde están ubicados ambos sectores de la sociedad, porque tengo la impresión de que el populismo se desarrolla tanto en las filas de los ultranacionalistas de Marine Le Pen como en los insumisos de ultraizquierda de Jean Luz Mélenchon. Son los dos conceptos a los que Macron pone un cordón sanitario y una línea roja en un acto de confusión sin precedentes, donde se alía con los de la línea roja para aislar a los apestados, en una operación que sus electores no llegan a comprender del todo. Nadie lo tiene claro cuando ve que los insumisos retiran candidaturas para favorecer al frente, y Bordella se esfuerza en disfrazarse de cordero.
Houellebecq no habla de España, a pesar de ser un país que conoce muy bien después de vivir varios años en Mojácar. A la hora de poner una etiqueta de origen a los ultraderechistas no los emparenta tanto con los pronazis de la ocupación alemana como con los que sufrieron las consecuencias de la descolonización de Argelia. Estuve en el sur de Francia en diciembre de 1959, cuando había atentados de la OAS y se veían pintadas por todas partes diciendo “Vive L’Algerie libre”. Era el tiempo en que Belmondo y Jean Seberg escenificaban la libertad en “A bout de soufflé”, o “Pierrot le fou” recitaba a Lorca en una bañera, antes de que se volara los sesos, con la cabeza rodeada por cartuchos de dinamita.
El joven Lionel Jospin animaba a la revolución, un invento francés que de vez en cuando saca la cabeza, negándose a ser sacralizado como un símbolo más de la grandeur, y que sirvió más tarde para experimentos más duraderos. En mayo del 68 hizo un amago de aparición que se convirtió en una experiencia curricular para muchos oportunistas para apuntarse a la modernidad. Todavía hoy se pasean por las calles del mundo los nostálgicos de la guillotina. Macron lleva años viviendo con la amenaza de que su modelo será sustituido por otro. Más tarde o más temprano ocurrirá. Sera cuestión de saber qué va a ser lo que lo sustituya. Puede ocurrir de todo, pero Francia, siguiendo al estandarte de su insoportable chauvinismo siempre saldrá airosa y resolverá sus problemas adecuadamente.
Después de las crisis de finales de los sesenta vino el desafío americano de Jean Jacques Servan-Schreiber, el eurodólar, el proyecto Concorde y la implantación en Toulouse de la fábrica de los Airbus, la réplica europea que se ha sabido imponer como líder en la navegación aérea. Se alternaron gobiernos con Giscard, Miterrand, Chirac, Sarkozy y Hollande, y Francia siguió siendo un país hegemónico y necesario para Europa.
Ahora estamos ante una disyuntiva que se presenta como lugar común en el escenario mundial. Houellebecq lo reduce a la eterna lucha de los sublevados a causa de su desheredamiento eterno. De ahí también se sale. La estabilidad política se debe en buena parte a la capacidad de rectificación. Las sociedades no están tan locas ni enfermas como aparentan.
Hace dos días en el Reino Unido nos han dado un ejemplo de relevo ejemplar, dominado por el fair play. Quizá ahora Starmer decida acercarse más a Europa. Estados Unidos no parece una compañía demasiado recomendable por el momento, con un presidente que asegura que no se retirará hasta que Dios se lo pida. ¿Quién puede creer en alguien que diga eso? Hay una parte de la sociedad que está harta de populismos. Lo importante es saber distinguir que los populismos no son de un solo color, que todos participan de lo mismo, que no es verdad que unos sean progresistas y otros conservadores, que todos aprovechan la oportunidad de subirse al carro si con eso consiguen alcanzar el poder o conservarlo.
Esto no lo dice Houellebecq, lo digo yo, y, francamente, me gustaría equivocarme.