OPINION

La carta

Julio Fajardo Sánchez | Miércoles 05 de junio de 2024

En una campaña electoral vale todo si al final consigues el éxito de ganarlas. Da igual lo que se diga o lo que se calle, gato blanco o gato negro con tal de que cace ratones. Esto dicen los expertos en ciencia política y debe ser verdad. Una vez sentado en la silla es difícil que te echen si consigues los amarres necesarios. La democracia, que es un sistema limpio, también está sometida a estos avatares porque el fin justifica los medios y, como se dice ahora, la necesidad hace virtud. Lo que no está claro es para qué o para quién es necesaria esa virtud.

En este deporte se juega a víctima y a verdugo de forma indistinta, en un ejercicio de ataque y defensa alternativo. Cada cual utiliza las armas que tiene a la mano y acusa al contrario de zafiedad y de malas artes. Esto solo va a ser entendido por las distintas parroquias como tales ofensas. La gran masa no está suficientemente sensibilizada para escandalizarse con las acciones de unos y de otros. (Hunos y hotros, como decía Unamuno). Por eso creo que las cartas dirigidas a la generalidad de los ciudadanos no van a tener un efecto uniforme, debido a que quien las envía ha levantado previamente un muro para situar a cada uno en el lugar que le corresponde.

La primera de las cartas amenazaba con dejar colgados de la brocha a los compañeros. Es decir, a la militancia y a la parte de ella que se beneficia, directa o indirectamente del disfrute del presupuesto. Este argumento es tan antiguo que se escucha en España desde los tiempos de la Restauración. Fue una prueba más de que el amagar y no dar sirve para consolidar lealtades inquebrantables, que parecía ser lo que se necesitaba en ese momento. Se consiguió reunir a unos cuantos miles a las puertas de Ferraz para rogar que no los dejaran solos, y esa aclamación fue un balón de oxígeno para seguir adelante.

Ahora, en ese toma y daca de la lucha electoral, vuelve a ser necesario recurrir al género epistolar. Ya se sabe, el cartero siempre llama dos veces, y se pretende enternecer los corazones usando las mismas descalificaciones genéricas que inspiran a estos últimos tiempos de legislatura. La máquina del fango incluye a jueces y a informadores y a todo aquello que sea garantía de libertad en un régimen democrático. En el primer caso estábamos ante un hombre enamorado, ahora hay un personaje responsable que defiende el trabajo de su mujer a pesar de que este consista en obtener favores desde su posición privilegiada. No se trata de valorar ni demostrar un comportamiento delictivo sino de que eso es éticamente reprobable. Claro que se puede considerar normal si se produce en el ámbito de los tuyos, igual que escribir cartas a la ciudadanía cuando te encuentres en apuros.

Yolanda, que está con el agua al cuello, dice que a la derecha no se la combate con cartitas sino con hechos. Algo de razón tiene aunque su voz se escuche cada vez más lejos y solo sea el eco de lo que pudo haber sido y no fue. Una carta que se base en la existencia de dos Españas irreconciliables, a las que se ha echado más leña al fuego para incendiarlas, no puede estar dirigida a la ciudadanía sino a una parte de ella. Se trata pues de cerrar filas dentro del progresismo y rebañar, si se puede, algún que otro voto de Sumar para intentar equiparar el resultado del próximo domingo, donde los electores van a decidir como en un plebiscito.

Todo es un plebiscito desde las elecciones de julio pasado, porque la precariedad y la dependencia sobre la que se sustenta el Gobierno así lo exige. Una carta más o una carta menos poco importa, como un escaño más o un escaño menos en la vieja Europa, amenazada por la ultraderecha. Todo va a seguir siendo igual, como en la paradoja de Aquiles y la tortuga. El héroe siempre estará cerca de darle alcance, pero estará situado al filo de lo imposible. En esa inestabilidad milagrosa continuaremos hasta que Dios quiera, acusándonos mutuamente de totalitarismo.

En 1978 nos prometimos no volver más a las andadas, pero ya ven, alguien regresó con su pala de desenterrador a recordarnos que era mejor ser un nieto de la Guerra Civil que un hijo de la Transición. Es decir, que contra Franco se vivía mejor.


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