Ya no sé a qué mundo pertenezco, si al de los buenos o al de los malos, al de los listos o al de los tontos, porque si no estoy en uno, obligatoriamente me encuentro ubicado en el otro. La conclusión es que todos acabaremos en el infierno, porque hay dos infiernos a donde van los que no practican una fe y también los que no creen en la contraria. Por una razón o por otra, todos condenados.
El infierno es el lugar común donde confluyen los creyentes y los no creyentes, el conjunto reunión en el que coincidiremos todas las partes por el solo hecho de no tolerarnos. Todos, por una causa o por la otra, acabaremos allí. Llevo tiempo intentando separarme de este debate, fabricándome un limbo donde poder vivir tranquilo, pero se ve que esto no es fácil de conseguir. La imparcialidad no existe porque vivimos bajo el lema excluyente del que no está conmigo está contra mí.
Ahora se ha desatado una lucha por la verdad, surgida curiosamente del ámbito donde ha imperado la mentira. Esto nos ha conducido a la relativización de dos conceptos que hasta ahora eran antónimos. La verdad no existe si no es coincidente con la que me dicta el argumentario, que es como la homilía que guiará a los fieles cada mañana desde su púlpito invisible. La mentira tampoco es tal si es edulcorada por la razón de la conveniencia. Siempre habrá un bien superior que salvar, en nombre del cual se sacrificará la obediencia a la racionalidad de las cosas. No existe un sistema en el que se garanticen plenamente las exigencias de la convivencia. No hay una excelencia que sirva de refugio para entendernos. La democracia no es perfecta y está sometida a ese cúmulo de instintos y pasiones con que Bertrand Russell definía a los humanos. Pero, con todo, debe salvaguardar unos pilares de fiabilidad sobre los que poder asentarse.
Hasta ahora eran la información y las leyes; es decir, los periodistas y los jueces. Pues se ve que ya ni eso, porque se pretende crear tribunales capaces de juzgar a otros tribunales, y así, en ese juego de muñecas rusas, desembocaremos en una especie de absolutismo en aras de consagrar lo absoluto.
Hay dos Españas, pero no la de los chisperitos de a pie que dan fuego a los cañones del 2 de mayo, ni la de los que acampan pacíficamente para impedir que nos arrebaten nuestras esencias más genuinas. No, esas seguirán existiendo como avanzadillas del adoctrinamiento necesario para mantener la llama encendida. Me refiero a otras dos menos recomendables: las que se alinean en torno a Vicente Vallés o a Xavi Fortes, o se determinan frente a Conde Pumpido o al juez García Castellón. Esas que condenan a su infierno particular a todos los que no estén de acuerdo, y viceversa.
Estas dos Españas tan cacareadas son minoritarias, son las que andan armando bulla detrás de la pancarta. Las que soliviantan y abroncan mientras la gran parte de la sociedad trabaja y sufre las auténticas dificultades de una vida complicada. Esa mayoría que cuando es feliz se lo tiene que deber obligatoriamente a alguien, como si la felicidad no fuera algo privativo del ser humano. Hasta eso lo tenemos que poner en manos de los que prometen venir a salvarnos. Por favor, no nos salven tanto, no nos amenacen con más infiernos, permítannos vivir tranquilamente en el limbo.
Aunque solo sea por un ratito, déjennos en paz.