OPINION

Malas compañías

Daniel Molini Dezotti | Sábado 20 de abril de 2024

Asociaba su nombre al de Donald Trump, porque juntos promocionaban filias y fobias de manera parecida, utilizando bombos, platillos, y pantallas, resonando como trompetas del apocalipsis mentiras enormes y teorías inconcebibles.

En algún momento ambos se premiaron con afectos mutuos, y quizás, a partir de la sinergia, uno terminó siendo presidente de los Estados Unidos y el otro un supuesto comunicador multimillonario.

Se sigue llamando Alan Jones, y continúa siendo un tipo despreciable, el mismo que fundó, hace décadas, una página web de nombre “Infowars”, célebre por sus embustes, tan enormes que parece mentira que fuesen creídos por otras personas.

Alan Jones consiguió remover los peores instintos de individuos que interpretaban que aquello que leían o escuchaban eran noticias en vez de inventos surgidos de una cabeza con meninges inflamadas y un alma pervertida.

Por mi parte, conseguí aborrecerlo un poco más por culpa de un documental que, antes del final, anuncia que fue condenado a pagar indemnizaciones a gente injuriada durante años en su canal.

La mayoría de las denuncias fueron interpuestas por familiares de víctimas de un tiroteo en una escuela de Connecticut, EE. UU., lugar en el que un enajenado propició la muerte de decenas de niños y trabajadores del centro.

Pues bien, desde el primer momento, el alucinado reportero comenzó a informar que nada de lo que se decía era verdadero, que el desastre y los testigos eran falsos, que todo respondía a un montaje, creando y multiplicando teorías más falsas que su propia moral.

Fueron necesarios más de dos lustros para que el sistema judicial norte americano pudiese llegar a la conclusión de que el demandado, después de hacer todo lo posible para interferir en los procesos y abusar de patrañas sin fin, debía ser condenado. Nunca consiguieron los familiares de los 26 fallecidos contrarrestar lo que difundía el falsario, con razones tan peregrinas como la ausencia de helicópteros en las maniobras de rescate o la ausencia de imágenes.

El proceso demostró que el condenado hacía lo que hacía por dinero.

Difundir, mantener, aumentar sus tesis de conspiraciones y negaciones le permitían mantener un nivel de audiencia millonario.

Cuanto peor era lo que manifestaba, o más escandaloso lo que aseguraba, mayor era el flujo de indocumentados que lo apoyaban, que luego se encargaban de amenazar, insultar y gritar "que se orinarían en sus tumbas vacías" a los padres de los niños asesinados.

El “defensor de la verdad” para evitar cumplir la sentencia se declaró en bancarrota, y al final del documental constaba, sobreimpreso blanco sobre negro, que aun debiendo las multas, seguía con su programa, propalando las mismas falsedades y sosteniéndose con la venta de productos tan sospechosos como su discurso.

Así se hizo rico, despachando por la televisión suplementos nutricionales, dietéticos, vitaminas, minerales, según él eficaces para combatir las pestes que anunciaba.

Promovía artículos relacionados con emergencias: alimentos enlatados, purificadores de agua, flúor para evitar efectos radiactivos, suplementos para eliminar toxinas, sin importar las controversias que generaba, haciendo caso omiso a instituciones, expertos en salud y medios de comunicación que cuestionaban la eficacia y la ética de esos artículos y su comercialización.

Los abogados que defendían la causa de las familias se preguntaban cómo más de 45 millones de estadounidenses confiaban en lo que decía, y participaban de la “conjura”, apoyando sus tesis, consumiendo sus productos, convirtiéndolo en un empresario influente y rico, capaz de pasar por encima de todos.

Seguidores fieles que todavía hoy, a pesar de toneladas de documentos que aseguran lo contrario, siguen siendo fieles al delincuente, retroalimentando su sesgo sensacionalista, proporcionando audiencia constante.

Tras las sentencias, los medios exponían que el proceso había significado un hito en la lucha contra la desinformación y la difamación, pero en rigor a la verdad, el hito parece una broma, porque el individuo sigue opinando sobre vacunas, pandemia, atentados o fraudes electorales.

Y continúa, a pesar de los dictámenes, su apoyo a grupos radicales, o perpetuando famas de personajes poco recomendables.

Cuesta creer que con técnicas de mercado efectivas es posible engañar a la gente, no una vez, ni dos, ni diez. Es posible, y se demuestra, que cuanto más agresivas sean y mayores las controversias que generen, mejor será el resultado.

Cuanto más irracionales, más atención y repercusión en los medios, multiplicándose los disparates y su resonancia, permitidos gracias a la libertad de expresión.

La permanente puesta en duda de las instituciones, la desconfianza generalizada, la ausencia de valores han propiciado la aparición de más medios extremistas, que promocionan políticos extremistas. Si los partidos políticos, en vez de cuestionarlos, se radicalizan, si en vez de aplicarse a la pedagogía los utilizan y siguen instalados en enfrentarse a los adversarios con los peores adjetivos, el futuro se antoja sombrío.

Los malos, de ese modo, seguirán como hasta ahora, haciendo lo que quieren, el tiempo que quieran y sin que nada ni nadie se los impida.


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