OPINION

No todo es según el color

Julio Fajardo Sánchez | Martes 26 de marzo de 2024

Hubo un tiempo en que utilizaba la dialéctica. Construía argumentos, hilvanados por la lógica, que acababan por convencer a mi interlocutor. Después dejaba aparecer a mi versión perversa diciendo: si me dejas otros diez minutos te demuestro lo contrario. Solo era un juego, pero servía para establecer que la verdad siempre es una cuestión relativa, que tanto da la opinión que la sustente porque su convencimiento no depende exclusivamente de la razón.

Entre tener razón o no tenerla existe una membrana casi invisible que se traspasa por la ósmosis de la conveniencia. El mundo sabe que esto es así porque así de voluble funciona nuestro equipaje cerebral, siempre influenciable, y necesita de otros procedimientos que diluciden sobre lo que es verdad y lo que no lo es. Como es lógico, al ser algo construido por humanos estará sometido a la incertidumbre y al azar con que la naturaleza y la evolución han dotado a esta especie. Como dice Campoamor nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.

Situados en este punto, y con la intención de generalizar, la certeza o la falsedad se establecen por medio de una contabilidad estadística: estarán en función de la mayoría que las sustente en contra de la minoría que las rechace. De esta forma, una democracia siempre tendrá la oportunidad de fijar sus principios básicos en tanto que sean aclamados por un mayor número de personas. Esto ocurre en un mundo sin dioses, donde los hombres hemos desistido de someternos a su juicio implacable.

La historia es muy larga y ya hemos pasado por estas situaciones, las hemos rectificado y vuelto a incidir en ellas. Incluso estudiando la de una civilización podemos denotar estos altibajos. En los momentos que vivimos es inútil debatir sobre lo que es verdad o lo que es mentira, porque cada sector guardará la suya como algo sagrado y no está dispuesto a admitir otras interpretaciones. Por eso hay quien confía en esa solución drástica que propone que muerto el perro se acabó la rabia, sin darse cuenta de que otro perro vendrá a imponer la suya.

España tuvo la gran oportunidad en 1978 de coger a todos los modelos de verdades y mentiras relativas, meterlos en una coctelera y extraer de allí la fórmula mágica donde todas cupieran. Pasado el tiempo, alguien pensó que eso no era suficiente y empezó a poner bajo sospecha a aquel bálsamo de fierabrás que pareció admirar al mundo. La verdad o la mentira están recubiertas de un adorno literario que intenta imponerse a modo de cultura, se convierte en novelas, en ensayos históricos y en relatos periodísticos que actúan sobre las masas con la intención de imponer un pensamiento, una moda. Lo hacía de manera suave, lentamente, como deben hacerlo todas las conquistas del espíritu.

Pero llegó el momento en que alguien pensó que se podría quebrantar el orden de la credibilidad hasta decir hoy una cosa y mañana la contraria sin que pasara nada, y eso tiene un límite para ser admitido por lo más elemental de la esencia humana. Se puede seguir discutiendo sobre verdades y mentiras: siempre cada cual defenderá la suya y es muy difícil que coincidan. Ahí no está el problema. La cuestión se plantea más allá, cuando se traspasa la barrera del color de los cristales de Campoamor, que en el fondo están en la gama de lo interpretable, incluso por un daltónico.


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