Un joven sobresaliente, excedido en talento y humanidad, intentaba explicar en un aula humilde, situada en una región de desamparo, ciertas habilidades relacionadas con la memoria.
En un momento determinado, una vocecita tímida, de una niña de unos 10 -11 años, le sorprendió: “¿Qué es la memoria?”
Nuestro protagonista respondió que era algo así como recordar vivencias, momentos, situaciones del pasado, abundando la explicación con ejemplos, como el de evocar el nombre de la maestra o lo que había comido la noche anterior.
Cuando la pequeña acotó lo que había cenado: "mate cocido", al joven sobresaliente, según sus propias palabras, se le “desinfló” el alma.
Como conozco la provincia donde esto sucedió, y los hechos me fueron referidos por amigos, por los que siento afecto y admiración, mi alma también fue atravesada por algo parecido, como ocurre en situaciones donde la injusticia se expresa con gritos que no son escuchados.
Acto seguido, robando argumentos, me dispuse a ampliar los adjetivos "don nadie" u “olvidados”, que fueron utilizados por los implicados, para referirse a esos seres humanos que no disfrutan de influencias, incapaces de movilizar a nadie, excepto a valientes, que se acercan con los superpoderes que les confiere la empatía para seguir comprometidos con la justicia social.
A diferencia de la criatura del mate cocido, que aprendió con crudeza lo que es la memoria, la sociedad en general, convulsa por una actualidad que la asfixia, no recuerda a los olvidados, la dignidad que perdieron, las injusticias que padecen o la marginación que los desvela y oprime.
Personas que viven en las calles, refugiados en condiciones de precariedad absoluta, emigrantes obligados a dejar sus países, exiliados por guerras, hambres o desastres naturales.
Recogiendo datos de instituciones que suelen describir con certezas lo que analizan, como la Organización de las Naciones Unidas, el Alto Comisionado para los Refugiados o la Organización Mundial de la Salud, se puede definir el alcance de la tragedia con cifras que causan pánico.
Los datos estimados en el planeta para personas sin hogar, o desplazados, o de trabajadores, migrantes, y jornaleros sin protección social o legal, de comunidades indígenas que luchan contra la discriminación o falta de insumos básicos, son de casi 900 millones.
A ese grandísimo segmento de pobres se le agregan niños abandonados en las calles, víctimas de la trata de personas, configurando un “catálogo” que nutre estadísticas, para recordarnos a los desmemoriados, los cientos de propuestas o programas gubernamentales que tardan en hacerse efectivos.
La mayoría de los partidos políticos consignan en sus idearios párrafos, capítulos enteros, de cómo reparar estas injusticias, de cómo cooperar con marginados, pero nunca terminan de abordar con contundencia las causas que provocan la desigualdad.
No basta, aunque es un muy buen principio, enseñar sobre los derechos humanos, implementar pedagogías que prestigien en los alumnos las buenas actitudes, los comportamientos loables, que multipliquen el respeto hacia todas las personas, sean de donde sean, vengan de donde vengan o el color que los identifique.
Es indispensable que la formación sirva para que los educandos adquieran la solvencia intelectual necesaria para exigir a las administraciones el tratamiento a los desfavorecidos con leyes adecuadas.
Todos los seres humanos deberían tener garantizados servicios esenciales como la atención médica, educación, vivienda.
No debería ser un sueño disfrutar de agua potable o saneamientos, tampoco de un plato de comida.
Los estados, todos, están obligados a curarse de sus respectivas amnesias, abandonando el empeño de entretenerse con guerras, o alcanzar metas económicas desproporcionadas pese a quien pese. Deberían fijarse en otros aspectos, que los harían menos despreciables.
Para ello cuentan con la ayuda de organizaciones no gubernamentales, de voluntarios y gentes empeñadas en los demás. Quizás por eso relegan una misión crucial, la responsabilidad inexcusable que es la de proteger a todos los ciudadanos, no solo a los que tributan o cotizan en bolsa, sino a los que no fueron capaces de alcanzar un grado suficiente para desenvolverse en este mundo de endemoniado consumo.
Dejar que sea el futuro quien vaya corrigiendo estos desequilibrios, es rendirse a un devenir incierto. No van a ser los avances tecnológicos quienes los resolverán, tendrán que ser personas nuevas, con sus voluntades y decisiones, empoderados por mandar, también por ayudar y defender la causa de los olvidados.
De momento, quienes no tenemos poder de decisión y solo nos limitamos a criticar o ponderar comportamientos, desearíamos que existiesen muchos valientes como Guille, el héroe de esta historia, capaces de transmitir el sufrimiento, denunciarlo, y hacer lo posible para que no sea el desánimo quien termine sometiendo a la humanidad.
¡Por supuesto que un comentario no va a cambiar nada!, ¡ni dos, ni mil!, pero tampoco lo va a hacer el silencio, o mirar para otro lado, o evitar reclamar a los poderosos, que dirijan sus miradas y acciones hacia los lugares donde está enquistado el dolor.
Es posible que el alma de mi amigo siga desinflada, pero aquel aliento que pudo escaparse seguro que seguirá almacenado en algún otro lugar de su anatomía, justo allí, donde se guarece el altruísmo.
A él todavía no le ha llegado el desaliento.