La neurocientífica Mara Diersen dice que hay células cerebrales en la memoria que promueven el olvido. Ahora me doy cuenta de que tener buena memoria no es tan recomendable, porque no ayuda a borrar las experiencias negativas que nos atormentan y que, según los psicólogos, debemos superar. Esto debería aplicarse también a la memoria colectiva, que además se empeña en aparecer en una especie de ADN inoculado a través de leyes y de reseñas históricas interesadas.
Cuando el cerebro no actúa libremente para recibir la información que lo alimenta se dice que te lo están lavando. Las neuronas a las que se refiere la doctora Diersen actúan como un detergente que elimina todas las manchas dañinas que lo ensucian. El problema es que después viene alguien a llenarlo con recuerdos artificiales que no nos van a dejar dormir tranquilos.
Hay que alimentar el gen de la venganza, convertirlo en hereditario para que la humanidad se siga dividiendo en torno a reivindicaciones que nunca van a ser superadas. Venimos al mundo con un sello en la frente, una especie de culpa original que alguien se sentirá obligado a saldar definitivamente, en lugar de operar sobre esas neuronas del olvido que nos aportarán el equilibrio.
Vivimos inmersos en odios antiguos que no hemos generado. Nacemos con ellos y forman parte de lo que Ortega llamaba la circunstancia. La naturaleza hace todo lo posible por eliminarlos, pero las sociedades no pueden vivir sin esos compromisos y los fomentan y los multiplican con el fin de ganar adeptos, cada uno a su causa.
Como yo tengo buena memoria debo hacer diariamente ejercicios de meditación para seleccionar qué cosas debo tener presentas y cuáles eliminar para conservar eso que se llama salud mental, ahora incluido en todos los programas que se exigen para nuestro bienestar. Noto una cierta contradicción en esto porque alguien nos está metiendo el dedo en el ojo sin que nos demos cuenta.
De esto no habla Manuel Jabois en su artículo de El País. Se refiere a un anuncio del Aleti, donde un hombre desmemoriado no sabe donde está su casa y, sin embargo, comenta los goles de Diestéfano con el taxista que lo auxilia. Deduzco que alguien nos quiere decir que somos más felices sin memoria. Al menos sin cierta memoria. Entonces no entiendo ese empeño en mantenerla tan viva en algunos asuntos, y, lo que es peor, fabricársela a las nuevas generaciones para que vengan al mundo con una carga predeterminada.
Ahora hay que tener memoria para saber cómo se redactó la Constitución y en que circunstancias no demasiado claras emprendimos el proceso de la Transición. Lo estamos reconstruyendo para quien lo olvidó o no lo vivió. Quizá por esto el rey, que también era un niño cuando eso, insistía sobre el mismo tema en su mensaje de Navidad. Al fin se trata de un asunto de memoria. De neuronas, en definitiva. Y ya se sabe lo manipulables que son estas cosas en los laboratorios.