OPINION

Henry Kissinger

Daniel Molini Dezotti | Domingo 03 de diciembre de 2023

Realmente no conozco las razones que me “obligan” a escribir lo que escribo.

En el preciso momento en que veo publicada la columna de los domingos, comienzo a pensar en la siguiente, buscando motivos que sirvan para reflexionar, o reconocer determinados valores, o ponderar actitudes, en fin, que suelo -a veces con esfuerzo- perseguir temas que se ajusten a parámetros que no sean incómodos o desagradables.

No es raro, entonces, que en los textos puedan recogerse anécdotas, historias de amistad, compañerismo, experiencias y, excepcionalmente, condenas inevitables dirigidas a gente de mal vivir, que suele asolar lejos, en mundos violentos.

Ya en situación, cuando comienzo a corregir, lo que intento controlar son los errores gramaticales, de estilo, redundancias, no el contenido, que suele ser aséptico, poco comprometido.

Probablemente, sea ese el motivo por el que, algunos lectores, utilizando una ironía bastante gruesa, a pesar de que intenten afilarla con risas, me sugieran temas, incluso provocando.

El viernes pasado, por la mañana, reflexionaba en un escrito relacionado con grandes avances en la medicina, pero recibí un par de mensajes, desafiantes, que me obligaron a replantear la elección.

La nota daba cuenta de la muerte de Henry Kissinger, señalándome una “gran oportunidad periodística”.

Me sorprendió la conclusión: “Imagínate escribiendo un ensayo sobre la pusilanimidad.”

A lo largo de la vida he perdido facultades, pero no es el caso de la imaginación; con la fantasía soy capaz de llegar a cualquier sitio, mucho más allá de lo que se pueda pensar.

No sé si la acusación era explícita: ¿pusilánime yo? Inmediatamente, fui a desnudar el significado. Si el diccionario no me malinterpretó, el origen latino de la palabra tiene dos raíces: pusillus, que significa pequeño o insignificante, y animus, que se podría traducir como ánimo o espíritu.

En consecuencia, si sumamos etimologías, una persona calificada de ese modo, pusilánime, sería alguien con el espíritu pequeño, débil, falto de valor, que no encuentra el coraje por ningún lado. Por supuesto, no se mostraría valiente ante situaciones que requieran firmeza.

No me costaba reflejarme en la definición, pero no por no ser capaz de redactar un artículo relacionado con Henry Kissinger, personaje que siempre representó, para mí, lo peor de la condición humana.

Recuerdo como si fuese hoy cuando en el año 1973 le otorgaron el Premio Nobel de la Paz.

El galardón venía envuelto en razones que no lo eran, “por sus esfuerzos para negociar el alto el fuego en la guerra de Vietnam”, fuego que se había encargado de mantener, incrementar, transformarlo en abrasador, con medias verdades y muchas mentiras.

Durante el gobierno de Richard Nixon ostentó cargos importantes, y ya sea como Secretario de Estado o Asesor de Seguridad Nacional, tuvo permiso y lo utilizó, para hacer y deshacer políticas criminales, sobre todo en Vietnam y Camboya.

En la primera, el genocidio se actualiza como gran protagonista en el Museo de la Guerra de la ciudad de Ho Chi Minh, antigua Saigón.

Si uno tiene la suficiente entereza como para no mirar hacia otro lado, podrá comprobar, in situ, la “contabilidad” y los desastres ocasionados por las bombas, lanzallamas, minas antipersona, y el agente naranja.

Más de 40 millones de litros del supervenenoso herbicida se lanzaron a lo largo de una década, y sus consecuencias, medio siglo después, aún persisten en la población.

Se cuentan por millones los afectados de aquel terror químico, que fue vomitado desde aviones que seguían la estela de órdenes firmadas por “señores de orden” desde oficinas con sillones mullidos.

Tuvo tiempo Henry Kissinger, en su larga vida, para vincularse a personajes de calaña parecida a la suya, cuanto peor mejor si eran favorables a los intereses de los EE. UU.

Amigo de inmorales que prestaron botas, puños y metralla para violar los derechos humanos en América del Sur, en Asia, África, allí donde no importaban vidas, ética, tratados ni convenciones, siempre y cuando se premiasen los intereses geo estratégicos o políticos del imperio.

En el año 1973, el mismo en que sonrió al recibir el Premio Nobel de la Paz, tuvo un papel preponderante en el derrocamiento de Salvador Allende, presidente elegido democráticamente en Chile, originando un capítulo de ignominia que todavía se está escribiendo.

Nunca, y tiempo tuvo para eso en su prolongada existencia, pidió perdón. Nunca asumió responsabilidades, ni mencionó errores. Tampoco fue capaz de repetir la cantidad de mentiras que había pronunciado, a pesar de que estaban claramente enunciadas en informes que habían sido publicados en la prensa.

Y no lo hizo porque le importaba poco lo que pensara la gente común, se movía entre poderosos; la ciudadanía no era suficientemente importante para necesitar dar cuentas ante ella.

No hace falta valor para hablar mal de una persona capaz de conversar o abrazar a tipos como Augusto Pinochet, Gaddafi, o el dictador Suharto de Indonesia.

Al concluir su carrera siguió siendo una figura con influencia en la política internacional, y, de vez, en cuando, asomaba su cara para pontificar desde la consultoría privada de la que obtenía dividendos.

En el museo del horror mencionado arriba, en un cartel al lado de los desastres que se produjeron por la guerra en la antigua Indochina, hay una inscripción con una cita de la Declaración de la Independencia de los EE. UU., la misma que juraron y siguen jurando respetar todos los gobernantes.

De haberlo hecho, el señor que hoy glosamos, los que estaban encima y debajo de él en el orden jerárquico, podrían haber ingresado, a la hora de la muerte, en el panteón de los justos.

“Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.”


Noticias relacionadas