Cada vez, en la misma esquina, me encuentro con el mismo señor, preparando los artilugios indispensables para iniciar su labor, que le va a demandar muchas horas.
Es muy posible que cuando yo regrese, cansado, por el mismo camino pero en dirección inversa, él esté con la misma actitud, como si las horas no hubiesen transcurrido, como si por algún arte que no conozco las transformase en minutos.
Su faena es intermitente, obligado por las órdenes que le llegan en technicolor, en una rutina implacable que va del verde al amarillo y del amarillo al rojo, para volver a empezar.
Su momento cumbre, estelar, necesita siempre estar pintado de rojo.
Viste de negro, llama la atención un gran pendiente en la oreja izquierda, a veces pienso, en mis delirios, que si sigue dilatando ese lóbulo lo convertirá en un gran agujero, capaz de tragar toda su humanidad, porque es delgado, mucho.
Sus rutinas no varían, con gestos tan incorporados a su fantasía de espectáculo, que repite de modo infatigable.
Creo, es una intuición, que ha adquirido no hace mucho sus destrezas, porque lo veo ensayar, fallar, insistir, practicar y volver a fallar.
El hombre con el que tropiezo ya no es tan joven, y es uno más de los tantos malabaristas que ofrecen su arte en las esquinas, algunos con pelotas, otros con esclavas.
El de la descripción, el artista del que estoy hablando, se maneja con un sombrero que no es rígido y tres bolas blancas.
Tardo bastante en transitar por esa esquina concurrida, lo que me permite ver no sólo sus aptitudes, también la repercusión que causa en los automovilistas, la mayoría de las veces entretenidos en otros menesteres como vigilar la pantalla del teléfono, cambiar de estación de radio o atenuar el volumen de la música, que parece aumentar cuando se está quieto.
Le dedica tanto entusiasmo a su función, ¡tanto!, que merecería que las bolas no se le cayesen, obligándolo a hacer el mismo gesto de negación con la cabeza, como si no creyese tener que volver a recogerlas.
Si ese gesto pudiese hablar, en el caso de que no fuese él si no servidor quien estuviese en la esquina persiguiendo una limosna, diría: “Dios mío, no te estoy pidiendo que me consigas una recomendación para trabajar en el Cirque du Soleil, no te pido un pasar digno y confortable, eso también te lo pediría, de hecho ya lo hice, pero como no llega solo te pido que me ayudes a que esto, al que le he dedicado esfuerzo, sudores, me salga un poco mejor.”
Reconozco tanto sus empeños que a veces me emociono cuando lo veo llegar, atar su mochila a una reja, sacar lo que necesita, hacer un par de flexiones y comenzar a otear las luces del semáforo, mediante giros que no consigue casi nunca que sean ágiles.
Sus resultados artísticos son manifiestamente mejorables, se nota que el oficio le llegó de mayor, no siendo sus mejores dotes la de exhibirse haciendo pruebas.
No es raro que se instruyese sin maestros, tutores o escuela como los que modelan artistas capaces de jugar con ocho aros en una mano, cinco en la otra, subidos a una escalera y haciendo rebotar una pelota con los pies, mientras que con la cabeza aciertan a ponerse sombreros que le tiran desde una pista vecina.
No, la persona de la que hablo, no hace nada de eso, se limita a esperar que el semáforo se ponga en rojo, y situarse en medio de la calle. Luego saluda mirando al más allá, tira una pelota muy alta como para que le de tiempo a hacer algo con la otra y luego recoger las dos, luego lanza dos también muy alto para que de de tiempo a hacer un giro, sostenerlas, constatar que las tiene en las manos, calcular que el color va a pasar a verde, saludar con una flexión, caminar entre los coches y retirarse a la acera, a esperar la próxima actuación.
No persigue aplausos como sus “colegas” de circos famosos, tampoco es capaz de ir más allá que el ejercicio con las bolas blancas.
Un día tras otros, con sol o nublado, discurriendo desde la acera hasta el centro de la calle, mancomunando esfuerzos con la señal luminosa, que a pesar de la cercanía todavía no se dio cuenta de que, quizás, manteniendo un poco más el color verde esperanza de la otra dirección, igual le ayudaría.
Cuando cambia, y la retirada es obligatoria, regresa a la valla donde tiene la mochila, comprueba el contenido del bote, se acomoda el pantalón, se “plancha” la ropa con las manos y cuando las luces lo imponen regresa a las sombras de su trabajo.
Me enteré sobre la procedencia de su madre, que ya no tiene otra familia más que un hermano que vive en otro país, en un pueblo muy bonito, donde a él también le gustaría regresar.
Espera tener fortuna, porque su hermano está en buena posición, y aguarda la transformación de los deseos en misión cumplida.
Lleva tiempo en Tenerife, no se queja, vive con apremios pero bien, recauda 20 euros cada día, a veces menos, a veces mucho menos y otras, cuando las ganas coinciden con alguna fiesta, igual un poco más.
No sé si regresará a su tierra, de momento sigue en el mismo sitio, como tantos otros personajes con historias y vidas parecidas.
Nosotros pasamos a sus lados con las nuestras, sin darnos cuenta que, quizás, también estemos haciendo malabarismos sin habernos entrenado para ello.