Vox se ha convertido en el eje de la campaña electoral para el 23 J. La frase es: “Ahora los españoles saben lo que significa votar a Feijóo”. La cuestión ya no es si habla inglés o si es un incapacitado para las cosas de la política, que son las acusaciones que se le lanzan en el cara a cara; se trata de otra cosa: de hacer vicepresidente a Santiago Abascal. Bueno, al menos sabemos qué es lo que debatimos, no como en la campaña de 2019, donde las posibilidades de hacer lo mismo con Pablo Iglesias eran negadas delante de todo el mundo.
La política es cicatera y olvidadiza cuando trata de fijar un relato que tiene precedentes en un tiempo relativamente cercano. Digo relativamente porque ahora el tiempo, que es lo único que no es relativo, se estira o se acorta como si fuera un chicle, y las memorias se retrotraen a varias generaciones atrás mientras se borra lo ocurrido recientemente, como si estuviéramos en la normalidad de una relación de pareja con altos y bajos que se perdonan, esfumándose de la posibilidad del rencor.
A veces insistir en estas cosas resulta contraproducente, porque tanto avisar de la catástrofe pone a la gente sobre aviso y acaba evitándola. Esto pasó en las últimas elecciones andaluzas y se ha repetido en Madrid por partida doble; en la Comunidad y en el Ayuntamiento. Nuestro debate nacional es cíclico. En España nos aburrimos de estar todo el tiempo con la misma cosa. Por eso intentamos cambiarla, como si no supiéramos que dentro de otros cincuenta años el volcán volverá a reventar por donde le venga en gana.
Todo lo que se ha puesto en cuestión en los últimos tiempos es la limpieza de la Transición, debido al fuerte ascenso a la escena política de las opciones que un día se opusieron, apostando por la ruptura. En esas estamos. Engañándonos con crisis económicas, con pandemias, guerras y volcanes, que siempre han existido y nos han afectado de una u otra manera. ¿Con estos ingredientes es posible el retorno al bipartidismo? Yo creo que si se analizan objetivamente los datos de las últimas consultas, esa es la tendencia que se ofrece con mayor claridad. Lógicamente es difícil hacer coincidir los deseos de la gente con la realidad objetiva, pero existen indicios que demuestran una cierta añoranza de las viejas fórmulas. El problema es que esto, en política, se le llama reacción, y a los que lo promueven, reaccionarios.
El mundo siempre ha sustentado su avance en ese equilibrio newtoniano. La demostración de que las cosas son así está en que en los dos grandes partidos existe una corriente interna y sincera, más allá de las circunstancias, encaminada a poder quitarse de encima las lacras que las acompañan como un lastre oneroso y no como unas muletas que las ayuden a caminar. El fuego cruzado del pimpampum habitual es quién se siente más insultado, o quien tiene una mayor oportunidad de refugiarse en la razón moral de estar en el camino correcto. La posibilidad de representar a las distintas corrientes de opinión la da el sistema democrático y el desarrollo que para ello haga la norma constitucional. Esas son las reglas del juego y en respetarlas adecuadamente reside nuestra estabilidad como sociedad.
He leído de algún comentarista que los gobiernos de izquierdas garantizan la paz social. ¿Quiere esto decir que cuando pasan a la oposición amenazan con incendiar las calles? Hay personas que todavía no entienden que esto también es un importante derecho democrático. Ya sabemos que lo que caracteriza a los programas políticos es su falta de coincidencia. Para ofrecer lo mismo no sería necesaria la confrontación. Luego, en la aplicación práctica, serán las necesidades las que indiquen el camino que hay que seguir. Así es y así ha sido siempre. Lo haremos todo sostenible, pero ¿hasta dónde llega el grado de sostenibilidad que estamos dispuestos a aplicar? O, mejor dicho, ¿cuál será el que la sociedad esté dispuesta a soportar?.
Estos matices son los que se discuten, a pesar de que se saquen de los viejos cajones temas como la externalización de la gestión sanitaria, el chapapote, las fotos de Colón o de las Azores, asuntos que fueron sobradamente amortizados el pasado 28 de mayo. Ahora se trata de Irene Montero, arrojada a las fauces de los lobos. Yo, qué quieren que les diga, la prefiero a Yolanda. Al menos entiendo lo que dice cuando habla, aunque no aporte nada sobre la reforma laboral, sacada adelante con el voto torpe de Casero, ni sobre el salario mínimo, ambos asuntos ninguneados por Nadia, que de nuevo ha pasado a ser alguien más que Nadie.