OPINION

Soliloquio

Daniel Molini Dezotti | Domingo 11 de junio de 2023

El viernes regresaba a casa, despacito, con lentitud premeditada porque quería tener tiempo suficiente para decidir el artículo a publicar el domingo.

La mente, que no suele traicionarme, empezó a enumerar propuestas, devolviéndome las que tenía guardadas, como si fuese un pendrive hecho con neuronas en vez de silicio.

Nunca entendí porque no me tutea, y aplicándose a los usos habituales, comenzó a exponer: “Tranquilo, no se preocupe, tiene donde elegir, por ejemplo, el de aquella flor amarilla, germinada por la naturaleza en el sitio más imposible, allí donde las piedras fueron incapaces de aprisionarla, que se puede ver asomando por una grieta minúscula, explotando colores como si fuese un desafío a la aridez, al concreto, a la dureza de la intemperie.”

Cuando la mente, por lo menos en mi caso, enumera, enumera: “Luego tiene otro ya terminado, el de la receta que le regaló su nuevo amigo Joan, para elaborar un prodigio del buen gusto y la repostería. No obstante, tiene un problema, ocupa dos folios y pico, debería “podarle”, por lo menos, una hoja.”

Acerté con el que llegaría, conozco mi mente, su afán obsesivo y modo de clasificar, seguro que los iría entregando por orden de llegada.

No tardó en hablar: “Tiene otro relacionado con medicamentos, en realidad en este rubro cuanta con dos, el primero vinculado al precio, que a veces varía dependiendo del lugar donde se adquiera. Convendría que averiguase por qué, algunos, cuestan más en Canarias que en la península. Se lo prometió a aquella paciente, ¿recuerda?, pues todavía sigue esperando.

Y el segundo, alumbrado gracias a un correo que recibió, donde se reclamaban ayudas apelando e imágenes impactantes, con el objeto de conmocionar a posibles benefactores a fuerza de compasión.

En él se preguntaba: ¿y si la compasión, por la razón que sea, comienza a comportarse como un fármaco?, ¿y si termina por provocar acostumbramiento?, ¿y si empiezan a ser necesarias dosis cada vez mayores de estímulos para generar la misma reacción solidaria? Este lo tiene complicado, requiere más reflexión y no se lo recomiendo si necesita entregarlo pronto.”

Un semáforo me detuvo, justo a la vera de un jacarandá al que saludo cuando paso cerca. De pronto, un bocinazo, asomando por un costado del cantero, reactivó el soliloquio.

“Otro, prácticamente listo, al que sólo debería vigilar ortografía y, quizás, leerlo en voz alta, es el de los árboles. Reconozca que lo escribió de un tirón, sin venir a cuento, porque estaba respondiendo una carta de otro tema y, de pronto, una mención a una obra literaria derivó a su afición por la botánica. Al final terminó redactando una composición sobre árboles de su infancia. Podría quedarle bonito, no obstante, permítame una recomendación, deje ya de pensar en el ayer. El gran porcentaje de su obra, bueno, es pretencioso llamarla obra, tiene que ver con el pasado; tanta nostalgia terminará cansando a los cuatro lectores que tiene.”

No me gusta cuando la mente juzga, o aconseja, debería limitarse a devolver lo que es mío, que guarda porque se lo presté, no para que opine.

Creo, no podría asegurarlo, que le cambió la voz cuando retomó la relación de temas, como si se hubiese enterado del reproche. Olvidándose de la cortesía, espetó: “Le entrego ese engendro que tiene atravesado, el supuesto club de jubilados militantes, también el decálogo extraño que inventó. Me permitirá decir que con esos no va a llegar a ninguna parte.”

Luego se marchó, dejándome dando vueltas alrededor de lo que había dicho; no era extraño, con tantos giros, que llegase a casa mareado.

Ni bien abrí la puerta me llegó la decisión de forma repentina, y la reafirmé en voz alta, para que la escuchasen todos mis pobladores interiores, especialmente quien había callado: “Voy a resumir el texto del budín inglés, se lo debo a Joan.”

No sería tarea difícil, tampoco fácil, porque quitar lo que sobra en una composición, para adecuarla a un espacio determinado, obliga a llevarse por delante expresiones queridas, ideas bonitas, homenajes, y eso genera, siempre, pena.

Con el de los árboles pasaba algo similar. Al dejarme llevar por el impulso de la naturaleza, explayándome con alegría, sería indispensable talar.

Sin prisas, pero viendo en el horizonte el reloj de la redacción con la hora señalada para entregar el trabajo, encendí el ordenador y comprobé que no se puede abrir lo que está abierto, cerrar lo que está cerrado, tampoco encender lo que está encendido.

En vez del menú de bienvenida, al que tengo que saludar incorporando mi contraseña para iluminar la pantalla, se abrió el navegador de internet.

No es exacto que se abriese, estaba abierto, exponiendo en la portada de un medio de comunicación la cotidianidad del orbe, rompiéndose a pedazos.

No sé que pasó, pero al leer las declaraciones del secretario general de las Naciones Unidas, definiendo como un desastre de dimensiones bíblicas lo que está sucediendo en Ucrania, mi cabeza pareció atacada por drones de culpas y algo la hizo explotar, consiguiendo que escapase, huyendo, indemne, la conciencia.

Asumió el mando en la torre de control, y en vez dirigirme hacia el sitio donde debía ir, al procesador de textos donde esperaban las correcciones, me entretuvo en el amargor de las noticias, y luego en un comentario denigratorio hacia un redactor por no implicarse con la realidad.

No se reprimió para nada la conciencia, tampoco me tutea: “Usted no se enreda con gritos, conflictos, desgracias, lo suyo es glosar afectos, acciones nobles, ¿para eso escribe?, ¿cuándo va a asumir responsabilidades?

Fui incapaz de concluir lo que tenía previsto, ¿cómo terminar algo que había iniciado batiendo claras a punto de nieve en homenaje a la amistad?

¡Enmudecí!