El pueblo, como si supiese que estábamos llegando, nos recibió con música; el día no podía presentarse de un modo mejor.
Desde lejos escuchábamos un ritmo sonoro, alegre, y conforme avanzábamos hacia la Plaza de Leoncio Bento se hacía más rotundo, como si los bombos y tambores estuviesen siendo percutidos por artistas de las batucadas en estado de elevada inspiración, cosa que nos contagió.
“¿Que te parece el homenaje?, ¡sabían que veníamos!”, le comenté a mi amiga más íntima.
Su mirada, además de congelar mis fantasías, pareció trasladarse al grupo de percusión, porque, inmediatamente, dejó de batir parches.
No sé si estará bien dicho dejar de batir parches, lo cierto es que la banda enmudeció, y el pueblo, recuperando la tranquilidad, terminó difuminando los ecos.
Nos cruzamos, mientras subíamos hacia la iglesia de San Marcos, con personas vestidas con camisetas alegóricas donde constaba su filiación, la mayoría bajaba cantando, alegres.
Niños, adultos, portando bombos, tambores, redoblantes, unidos al cuerpo como si fuesen prolongaciones anatómicas; los más jóvenes nos saludaban con un “bong” instrumental, o dos, o tres, que agradecíamos con sonrisas.
Intenté razonar con mis acompañantes que seguramente no eran honores lo que habíamos disfrutado al aparcar, sino un ensayo, cosa que corroboramos más tarde en una cafetería atendida por Margot.
En una mesa vecina una mujer y dos hombres, con la misma vestimenta anunciadora de pertenencia a la Asociación Musical Nuestra Señora de las Mercedes, departían entre ellos, hasta que una foránea, mucho más foránea que nosotros, empezó a preguntarles cosas.
Era andaluza, de Córdoba, y se mostraba sorprendida por la gente, el sitio, la flora, las costumbres, el nombre de lo que estaban bebiendo, etcétera y el portavoz respondía con solvencia de lugareño encantado.
Le explicaba que estaba en el centro de “un jardín de plátanos, un sitio privilegiado donde el tiempo se detiene, sin ruidos, sin contaminación”, y que lo que estaban bebiendo era típico de La Gomera.
Incluso la invitó a probar, y la cordobesa no se lo pensó dos veces; le gustó, mucho.
Cuando volvieron a quedarse los tres solos, me acerqué.
Tras pedir disculpas por la interrupción quise saber quienes eran, que hacían y de ese modo me enteré que estaba frente al director de la banda y dos componentes de la misma, que regresaban de un ensayo, que el grupo de batucada lo formaban 18 integrantes, y que la Asociación también sostenía una banda integrada por niños y adultos, sin límites de edad.
Cuando entramos en confianza descubrí mi mala costumbre de escuchar conversaciones ajenas y mirando a los ojos de la persona que lo había dicho interrogué: “Usted acaba de decir que en este pueblo el tiempo se detiene y que es una maravilla”
Razone los porqués, el eslogan me gusta, pero deme motivos, causas.
¡Y me los dio!: “Escuche, mire, respire, ¿cuántos coches encontró desde San Sebastián? ¿qué le parece el aire?, ¿y el cielo? Además del silencio, es un lugar especial, de privilegio, considerado como uno de los más bonitos de España.”
Le comenté que redactaría un artículo sobre el asunto, y que me regalase el título. Sin pensar mucho concluyó: “El bombón de La Gomera.”
Me gustó, me permitía hacer un juego de palabras entre la golosina de chocolate y el bong-bong de la batuca, pero lo pensé mejor al parecerme un recurso fácil.
La Asociación Musical Nuestra Señora de las Mercedes, hermoso ejemplo de integración de edades, condiciones, capacidades, merecía algo más elaborado,
Frente a tantos parabienes de pronto recordé que la Virgen de las Mercedes también patrocina un pueblo en la República Argentina, Ushuaia, encantador enclave que se abre a una bahía y que en los últimos años está perdiendo su singularidad, por culpa de advenedizos cuyo mayor placer no es hacer música, ni cuidar la naturaleza, ni alabar los encantos, sino hacer dinero construyendo alturas bárbaras en zonas sísmicas, o robar con cemento cualquier vista de horizonte evocador, perforando, taladrando, rompiendo, haciendo ruido, contaminando,
Me quedé pensando en los atributos de Nuestra Señora de las Mercedes, en su hábito blanco, la capa con que se cubre, el escapulario, un cetro en la mano derecha y a veces una corona, no siempre, como si no le gustase presumir.
Mientras escribía -con la imaginación- se me fue el santo al cielo, -en este caso la Virgen- y le reproché -Dios me perdone- que a unos regalase tanto y a otros no los pudiese proteger, retándola -Dios me perdone- a utilizar su cetro como si fuese un bastón y expulsar a los indecentes que están arruinando Ushuaia.
Mi amiga más íntima, que me conoce suficiente, se enteró sobre la marcha que la pasión me estaba desgraciando, una vez más, un comentario elogioso sobre uno de los pueblos más bonitos de España.
Necesitaba recuperar la ternura, por eso recurrí a una abuela de nombre Teresina, para que me devolviese la ilusión de hablar sobre la tierra que habita, desde la cual el Teide se muestra grandioso, los amigos y vecinos se entreveran para convertirse en familia, y a San Marcos -el Evangelista- le regalan unas hogueras con fuegos de tradición.
Teresina confirmó el título, debería ser el que ya es: “El bombón de la Gomera.”
Por supuesto, a lo largo de toda la redacción, me estuve refiriendo a Agulo, el de las terrazas, miradores y calles empedradas. El de los huertos que parecen cuadros, con lechugas y mensajes alegóricos, de rutas para ser descubiertas, de barrancos y gente amable.
Desde el principio al fin, desde las comillas hasta el punto final, me estuve refiriendo a Agulo, un municipio capaz de ser bombón sin hacer ostentación de ello.