La secuencia es la siguiente: amplia avenida de una gran ciudad. De noche avanzada, de madrugada. Cuatro personajes, tres de ellos visibles y otro fuera del campo visual: a la izquierda de la imagen un individuo de raza blanca, estatura media, aspecto correcto e indumentaria de sport, o sea casual pero de cierta calidad; a la derecha, dos mujeres en posición de esperar algún medio de transporte, previsiblemente taxi o autobús, Una de las señoritas viste falda negra y botas altas. El chico de la izquierda mira, directamente, al objetivo de una cámara (presumiblemente un teléfono móvil) que sostiene un hombre o una mujer; no se sabe con precisión. El chico de sport y buena figura sonríe al móvil con cámara y comprende que ya están grabando la escena; levanta el pulgar en señal de aprobación. Acto seguido, sin contemplaciones, el protagonista avanza el par de metros que lo separa de las dos féminas, se acerca a una de ellas -la que luce botas altas- y le arrea un puntapié justo en la parte posterior de su rodilla, lo que le provoca a la chica un susto de muerte a la par que una pérdida inmediata de equilibrio que la tumba sobre el asfalto. El agresor mira, sonriente, a la cámara y realiza con dos dedos la clásica "V" de la victoria. Broma de macho agilipollado en grado sumo. Fin.
Según el afamado catedrático de psicología de la Universidad de Odense, en Dinamarca, Jöpin Laarson, existe un 2% de descerebrados en el mundo occidental; asegura que no se tienen datos fiables, todavía, del resto del planeta. El citado doctor opina -en su último estudio publicado "Cerebrados y otros que no"- que este porcentaje abarca a núcleos de personas que no es que carezcan de la parte física del cerebro si no que no lo utilizan. El científico no aclara si no se utiliza porque no lo saben usar o bien porque no quieren usarlo: este es el gran debate a nivel mundial.
Yo no conozco, personalmente, a ningún descerebrado; sin embargo, tengo en mi agenda a un número considerable de imbéciles a los que he tenido el placer de tratar de una manera u otra, sea profesionalmente o incluso familiarmente.
Estoy de acuerdo con el sabio profesor en que los descerebrados gozan de la posesión de un cerebro médicamente en óptimas condiciones de funcionamiento; pero es que esto también les pasa a los cerdos, a los conejos y, si me apuran, a las perdices y tortugas. No es excusa. Ellos, los casi profesionales de la G.P.A (Gilipollez Permanente Aguda), saben sonreír, comen, pueden anunciar símbolos con las manos, ven series de televisión y asisten a algún partido de voleibol playa femenino; sucede que, a veces, en determinados momentos, se sueltan el moño que les envuelve el cerebro y ¡zas!, como quien no quiere la cosa, actúan a su manera, es decir, elevan su supina idiotez a una categoría suprema en el comportamiento humano (y animal, si cabe).
Claro que, como todo es relativo, otros humanos se dedican a la canalla labor de quemar vivos y vivas a sus semejantes y semejantas, a rociarlas, a ellas, con salfuman o, directamente, a asesinar impunemente.
Tal como muy bien sentenció el gran Jean de La Fontaine "todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda". Y, ya puestos, citaremos al ínclito Francisco de Quevedo: "todos los que parecen estúpidos, lo son y, además, también lo son la mitad de los que lo parecen.
Es indudable que muchos de los descerebrados que circulan por el mundo lo son por pura genética; en algunos de ellos, además, la influencia paterna o materna es manifiesta. No hay más que tirar de árbol genealógico. A veces, incluso, los imbéciles se cruzan entre ellos con el resultado de traer al planeta nuevas generaciones de idiotas. Es lo que hay, como se dice ahora...