Un comunicado con letras rojas me sorprendió al pintar la pantalla del ordenador, justo en el momento en que me disponía a comprobar la bandeja de entrada del correo electrónico.
El texto venía a decir que mi contrato, dotado para almacenar una cantidad determinada de gigas, estaba alcanzando el límite capaz de digerir; por lo tanto, para evitar pérdidas irreversibles, debía revisarlo, pensando en otro plan más ambicioso, en otra nube -es un decir- con más cielo, una especie de cirrocúmulo luminoso, porque de lo contrario podría llegar al límite y con él a la oscuridad.
Como no me gusta esperar a que las amenazas se dupliquen, aproveché el diagnóstico para intervenir, decidido a operar a cielo abierto.
Al acceder a las entrañas del enfermo comprobé un “empacho” de documentos antiguos, archivos y fotografías, interpretando que el agente causal podría haber sido un teléfono enamorado de las actualizaciones.
Tras un par de horas, con bisturí afilado y buena tijera, el tema se resolvió sin comprometer ningún órgano vital.
La función se restableció sin convalecencia, disco externo por un lado, traslado de datos y memoria saludable por el otro, sin tener que aumentar la cuota que seguiría inflando las cuentas de tipos ricos instalados en valles de silicio.
En un momento determinado de la intervención consideré el destino de los correos más antiguos.
Accedí a los primeros del año 1998 y empecé a pasear en dirección ascendente hasta llegar al 21 de abril de 2000, donde aparecía una carta a un familiar que la curiosidad me invitó a abrir.
Me sorprendió constatar que, tras 24 años, seguía escribiendo parecido, si a eso se le puede llamar escribir.
"Faltan dos días para la culminación de las vacaciones y la tensión se acumula en Coco Cay. Por cierto, así se llama el sitio donde llegamos hoy, un cayo insignificante en el mar del Caribe.
Leí, no sé en donde, que la verdad está en el fondo de un abismo sin fondo, mejor dicho no leí – si no que escuché – en una película de John Travolta, en la que actúa de abogado defendiendo una causa perdida.
Buscando la verdad de Coco Cay no la encontré, pues se trata de una parada supuestamente turística que no lo es.
La isla no ofrece ningún tesoro digno de explorar, no tiene nada y está arrendada por una compañía para que los paseantes mojen sus “patitas” en unas playas mientras otros se pongan gafas y aletas para ver arena como si fuesen remedos de Cousteau...”
El escrito se completaba con otras consideraciones, relacionadas con el turismo y los turistas, comportamientos, abandonos, descripciones del cayo, etcétera, hasta que el día concluyó y apareció un nuevo amanecer, el del regreso al continente, más concretamente a Miami.
Si no hubiese sido por la necesidad de espacio, Coco Cay hubiese desaparecido de mi vida, igual que la sentencia del abismo sin fondo, y también lo que transcurrió en Miami, donde nos aguardaban personas muy queridas que ya no están, para trasladarnos al Parque Natural Everglades.
Sigo con el correo: “... Recorrimos el pantano a bordo de lanchas planas con hélices enormes, que parecen moverse surfeando sobre el agua y los manglares, haciendo cosquillas a camalotes y cocodrilos.
El piloto nos ilustró sobre el entorno, la flora, la fauna y de unos pajaritos preciosos, que han perdido algo de su estirpe silvestre pues venían a comer migas de pan a nuestra vera.
Nos dijo el nombre, que vivían en pareja, y que cuando eran separados o uno de ellos moría el otro dejaba de alimentarse, en una muestra de amor llevada hasta el más allá.
Luego visitamos una reserva de un pueblo originario donde nos mostraron como inmovilizaban a los cocodrilos cuando era menester.
Allí compramos -eran descendientes de seminolas- recuerdos, por ejemplo una piedra redonda tallada de la suerte y unos discos dynamicos donde se reproducían notas de flauta con tonos melancólicos.
Antes de marcharnos, el maestro de ceremonia agitó el agua como si fuese una presa y aparecieron varios ¿saurios? amenazantes, asegurando: "son cocodrilos, se diferencian de los caimanes por el “hocico”, más estrecho y que cuando cierran las mandíbula les sobresalen los dientes."
Fin del pasado, regreso a la actualidad. Todo este saber recuperado gracias a apuntes obsoletos estaba ocupando lugar, en el ordenador, también en mi torre de control, con las mismas limitaciones que aquel.
Es probable que cuando se guardase desplazara a otros saberes, sin sospechar que, a lo largo del tiempo, a su vez sería expulsado para hacer lugar a nuevas historias.
La experiencia me confirmó que lo del pajarito que muere de amor no era del todo preciso, ni siquiera en los agapornis; que el fondo del precipicio sin fondo que contiene a la verdad define un oxímoron, que la fortuna de los seminolas de Florida, representada en la piedra redonda podía tener excepciones ya que prácticamente todo el pueblo fue sometido y los supervivientes traslados por blancos rabiosos a otros confines.
Todo esta divagación,¿abstrusa? me llevó a pensar que tenemos un problema con la volumetría de nuestro cerebro, que no permite albergar tanto como quisiéramos.
Ahora mismo, recién recuperado Coco Cay, estoy sintiendo como una especie de descompresión en las meninges, como si algo que se marcha estuviese dejando espacio para que puedan regresar los seminolas.
Y es casi seguro que sea así, porque no consigo evocar la película que vi anoche.
De allí la afirmación del título, necesariamente el saber tiene que ocupar lugar, si fuese intangible no existiría el olvido.