La palabra es el eje fundamental de nuestra vida de relación. De palabras están hechos nuestros compromisos afectivos, políticos y vitales.
Pero las palabras de algunos políticos, en los tiempos que corren, más ocultan que aclaran. Hoy se estila que algunos seudolideres, en el ámbito político, abusen tanto de la mentira como norma como el de hablar sin sentido; o, lo que es lo mismo, estamos asistiendo a un tsunami de pseudopalabras cargadas de impostura que intentan negar la realidad de nuestro actual contexto social.
Hoy la selva política es una gran factoría de malentendidos sociales. Se podría deducir que un factor importante que ha convertido la política en una profesión de alto riesgo para los ciudadanos es la pérdida de una conexión válida y profunda con la palabra. ¿Y qué podríamos decir del mantra de “te doy mi palabra”, que confería grandes dosis de compromiso en las relaciones interpersonales? Hoy brilla por su ausencia.
Como decía un político socialista de Madrid, “las promesas solo comprometen a los que se las creen”. La ciudadanía está atrapada por una élite extractiva, que goza de prebendas y privilegios, que oscila entre la mitomanía cínica, los decibelios que contaminan el diálogo y el ruido navajero donde los dilemas han excluido a cualquier intento dialéctico como forma de afrontar y resolver los problemas que sufrimos los ciudadanos.
Como muestra véase el estrés acústico generado por los tertulianos de los medios, cada vez más polarizados en seudodebates, en los que la comunicación está constantemente interferida. Lo triste y penoso no es la escenificación cuasi obscena de los 'opinadores', sino la audiencia que todavía les corresponde con lo más valioso que tenemos: nuestro tiempo.
Las filias y las fobias de los 'sesgados interpretadores mediáticos' exigirían un abordaje psicoanalítico en diván vienés, durante más de una década. Estamos en una sociedad 'ruidosa' donde el ruido negativo emitido muchas veces por los seudolíderes sociales en el poder y amplificado de forma muy selectiva por los medios no adquiere en muchas ocasiones la categoría de información.
Resultado: se genera un malestar constante en la vida cotidiana, se manipula la realidad, se exacerban los malentendidos sociales, se dificulta la estabilidad del clima social, y, lo que es más grave, se instala cada vez más el trato indigno.
Los ataques a la dignidad no cesan en el ámbito social cada vez más inhóspito. El trato indigno en las relaciones interpersonales va en aumento. Las agresiones a la dignidad comienzan siempre erosionando la fama; ya saben, “calumnia que algo queda”.
Cuántas veces olvidamos las palabras del filósofo Cioran: "Nos confesamos cuando hablamos de los demás”. Y cuánto cuesta reconocer y renunciar a proyectarnos en los demás.
La rumoropatia, auténtica pandemia social, alcanza su máxima excelencia. Nuestra carencia evolutiva hace que seamos animales que humillamos, expertos en destruir la esperanza y en disfrutar inmensamente denigrando a otras personas y, por supuesto, a nosotros mismos.
Desde luego, la humillación está inextricablemente unida al ansia de vengarse. Los déficits sociales se acentúan, sobre todo la baja lealtad institucional, lo que evidentemente afecta a la confianza de los ciudadanos en sus instituciones públicas.
El canon ético social no pasa por sus mejores momentos. Queremos políticos que guarden silencio, que elijan el mutismo antes que mentir una y otra vez. Que respeten a las palabras y a la palabra dicha. Estamos hartos de políticos mentirosos compulsivos, vanidosos, ególatras, y anorexicos-bulimicos del poder. Voto o veto. Esa es la cuestión.
Ya saben: en derrota transitoria, pero nunca en doma.