Escribir no salva de nada, pero anticipa ciertas condenas. No es fácil trazar la línea que separa la autocensura de la autoprotección. En cualquier texto honesto -incluida la ficción más disparatada- es imposible aislar el yo, apartarlo, dejarlo en la habitación de al lado y simular que es otro el que escribe. Cuando se depositan en una página las palabras siempre han atravesado el tamiz del autor. Aparecen unas y no otras en función de su experiencia, sus lecturas, sus gustos, sus traumas, sus fobias, sus amores, sus éxitos y sus derrotas. Todo bien agitado y servido al lector según el humor del día en que se escribe.
Milena Busquets ha escrito Las palabras justas (Editorial Anagrama), un libro honesto y bello en forma de diario. Honesto porque, por ejemplo, va anunciando sus estados de ánimo cambiantes para que nadie se maree en esa montaña rusa, ni se lleve a engaño. Y bello porque está atravesado por un centenar de aforismos brillantes que se tensan como un arco apuntando a la perfección. Algunas de esas frases redondas y lúcidas expresan grandes verdades -en minúscula- y las que expresan frivolidades también suenan como grandes verdades. Si no eres Proust, la literatura en mayúsculas consiste en eso.
Salvando las distancias, Fernando Savater ha comparado el libro de Milena Busquets con el Diario de Jules Renard, y no le falta razón. En ambos leemos máximas que restallan como un látigo. A veces agita la tralla un domador de circo, que hace ruido en la pista sin intención de rozar a ninguna fiera. En otras ocasiones el azote va en serio y puede hacer daño a alguien. La viuda de Jules Renard tuvo clara la diferencia, y por eso quemó casi la mitad de los manuscritos de su marido. Los que sobrevivieron al fuego se publicaron por primera vez quince años después de la muerte de Renard. Si se leyeran en vida algunos testamentos no se escribirían. Con los diarios sucede lo mismo.
En 2015 Milena Busquets publicó También esto pasará, un libro deslumbrante en torno a la muerte de su madre, la escritora y editora Esther Tusquets. Años después llegó Gema, una novela autobiográfica que acabó siendo un parto difícil para la autora. Por eso Milena, una mujer inteligente, sabe de lo que habla cuando duda en Las palabras justas de que se pueda pasar con éxito de la autoficción a la ficción. A mí me parece que este reconocimiento tiene algo de condena para alguien que se dedica profesionalmente a la literatura. Por eso digo que es un libro honesto.
Si uno escribe autoficción debe resignarse a conocer dos tipos de personas: las que quieren aparecer en sus libros y las que no. Anoté esta frase cuando había leído las primeras páginas del libro de Milena, y al rato me encontré esto: “el mundo se divide entre los hombres que quieren salir en mis libros y los que no”. No sólo hombres, pensé. Quizá hablemos también de mujeres, niños, jóvenes, ancianos, editores, psiquiatras…
Creo que la experiencia personal puede reforzar el argumento de un artículo. El “columnismo del yo” permite vislumbrar la honestidad de un razonamiento, el camino por el que se llega a una conclusión, aunque el lector no la comparta. Como veterano columnista de provincias solo he sido capaz de contar alguna intimidad sobre personas que están en mi vida con escasas posibilidades de escapar de ella: mi hija, mis padres y algún amigo o amiga del alma.
Nunca me atreví a traer a mis páginas encuentros fugaces o relaciones más o menos pasajeras. Reconozco que el motivo principal de ese silencio no fue la caballerosidad, o el respeto por la intimidad compartida con otra persona, sino la cobardía ante la posibilidad de que personas buenas, o simplemente interesantes, no se acerquen a uno ante el riesgo de acabar siendo material periodístico, y por tanto desechable.
Es cierto que en literatura lo que transforma un recuerdo en algo real no es haberlo vivido, sino escribirlo. Les recomiendo que lean Las palabras justas por dos motivos: el primero y principal -ya explicado- porque es un libro honesto y bello. El segundo, para recompensar la valentía de una autora que es capaz de asumir el coste personal que supone convertir en carne de literatura a cualquier persona que se cruce en la vida. Algo que, de alguna manera, supone una condena futura.