OPINION

Sánchez y el derechista Putin

Marc González | Miércoles 02 de marzo de 2022

La sorprendente ola de solidaridad continental con Ucrania -digo lo de sorprendente porque parecía que los europeos jamás iban a despertar de su comodón letargo- tiene su excepción, España.

Naturalmente, no hablo del pueblo español, siempre dispuesto a ayudar al débil, sino de su gobierno.

Sánchez preside un ejecutivo 'frankenstein' conformado de retazos mal avenidos pero sostenidos con el cemento del poder, desde un PSOE que oscila permanentemente entre la socialdemocracia y la retórica guerracivilista más rastrera hasta los radicales de Podemos, genuinamente comunistas, al menos de sentimiento.

Resulta muy curiosa la reacción de la izquierda ultramontana que okupa carteras en el gobierno español ante la invasión neosoviética de Ucrania.

Inicialmente, se guardaron las formas y se transmitió un mensaje institucional unitario, en línea con la posición común europea, que al principio fue tibia en cuanto a las medidas que se estaba dispuesto a adoptar, algo a lo que, por desgracia, nos tiene acostumbrados la UE.

Pero, a medida que Putin subía la apuesta y la Unión se veía impelida por sus ciudadanos a encarar el problema como lo que es, es decir, como un remedo de la blitzkrieg hitleriana que hay que parar como sea, los comunistas españoles comenzaban a enseñar la patita. El primero, obviamente, el más intelectualmente limitado de los miembros del gobierno de Sánchez, el inefable Alberto Garzón, que se sumó a las iniciativas que pretendían culpar del ataque ruso a la OTAN. Ya se sabe que, en los regímenes criminales, la víctima es siempre la culpable de lo que le pase, ya hablemos de la Alemania de Hitler, de la Venezuela de Maduro, de la Nicaragua de Ortega, de la URSS de Stalin o de su sucesora, la Rusia de Putin.

He llegado a escuchar de esta ralea afirmaciones como las de que la culpa la tenían los ucranianos por mantener un régimen nazi -literal- que amenazaba a los ciudadanos de origen ruso de las provincias orientales y que, por tanto, la invasión de Putin era plenamente justificada, casi obligada.

Sin embargo, la presión social en el mundo libre es enorme, y ello ha llevado a los gobiernos a incrementar la condena y las medidas coercitivas, y a podemitas y demás comunistoides patrios a tratar de rizar el rizo. El nuevo discurso progre es el de que Putin ya no es un comunista -si es que lo fue alguna vez-, ni siquiera es de izquierdas, sino que se ha convertido en un señor muy de derechas, ultraortodoxo y, encima, amigo de Trump.

Pero este sofisma se desmorona cual castillo de naipes tan solo con observar que, vale, Putin será el colmo de la ultraderechización de Rusia, pero los únicos que lo defienden o que blanquean sin pudor alguno sus operaciones imperiales en Ucrania son justamente los Garzón, Díaz, Iglesias, Monedero, es decir, los comunistas españoles.

Claro que, además, hay que tener en cuenta que el presidente ucraniano, Zelenski, tiene una tara genética irresoluble, y es que es, nada menos, que de origen judío, algo imperdonable.

Ya se sabe que si una idea central ha unido al nazismo, al estalinismo y a casi toda la izquierda española ha sido su profundo antisemitismo, que lo justifica casi todo.

Mientras tanto, la derecha y la socialdemocracia europeas -con la excepción española (y con la excepción, dentro de la excepción, de la ministra Robles)- condenan sin paliativos a Putin y sus intentos de revivir la URSS al viejo estilo de los comunistas, es decir, lanzando los tanques contra el pueblo, como hicieron en su día en Hungría, en Polonia o en la antigua Checoslovaquia.

Todas las naciones del continente, incluidas las que no forman parte de la OTAN, se han aprestado a ayudar militarmente a Ucrania proveyéndole de armamento con el que defenderse de la infamia rusa. Todas, menos una, la España de Pedro Sánchez.

Sánchez vive y seguirá viviendo en la irrelevancia internacional más absoluta, porque no es de fiar, porque no tiene palabra, porque está preso de socios intelectuales de Putin, enemigos de lo que representa la Europa Occidental, y porque prefiere pasar a la historia como un absoluto cobarde que dejó de prestar ayuda militar a los ucranianos con tal de asegurar su miserable poltrona y seguir chupando del bote hasta el fin de sus días.


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