Llevo unos cuantos días dándole al magín, intentando resolver el enigma sobre la posible relación existente entre los trenes y los tomates. Todavía no he llegado a ninguna conclusión mínimamente plausible.
Los articulistas solemos dar con el título de nuestros escritos, una vez éstos ya están puestos en solfa; es decir, terminados. Podemos tener, más o menos, una ligera idea de como encabezaremos el papel, pero tampoco queremos que el título nos arrebate cierta libertad de contenido.
En ciertas ocasiones, sin embargo, el título se nos antepone a la idea a desarrollar, cosa que, por otra parte, ya nos da la idea de la futura exposición. Y esa -y no otra explicación- es lo que me ha ocurrido en el caso que nos ocupa. Resulta que a mi me ha venido a la cabeza un título algo extraño que no consigo -por más que lo intente- ligar en la salsa que estoy cocinando. Voy y me levanto un buen día y, en mi mente (bastante preclara, por cierto, y sin falsas modestias) me aparece “DE TRENES Y TOMATES”. Y ahí se me presenta el problema con toda la crudeza: ¿cómo putas (sí, lo siento, me salió así) consigo yo relacionar dos conceptos tan dispares? Las dos palabras empiezan por la letra “T”; sí vale, pero ¿y?
Otra opción: seguro que en los trenes han viajado, en multitud de ocasiones, algunos tomates; y seguro, también, que colocando tomates en fila y situando el más grande en la cabeza de la serie, se nos dibuja un tren. Si además -continuando con el experimento- unimos los tomates con un hilo, tiramos del tomate líder y, con alegría susurramos “chucuchú” “chucuchú”, el tren ya se hace patente y evidente; vale, sí, pero ¿y?
Finalmente, mi mente (¿he dicho ya que era preclara?) ha decidido parar de pensar chorradas e intentar ir al grano: ya he recordado el motivo por el cual me pasó por el cerebelo la idea de titular este artículo con el nombre que ya he relatado anteriormente. Un día fui en tren... y otro día me comí un tomate.
Me subí a un tren en dirección a una zona costera. Sabado, sobre las once de la mañana. Los vagones venían abarrotados: brazos piernas y algunos órganos vitales salían de madre por las ventanillas. Hostias para conseguir subirse a las plataformas: los primeros heridos; la primera sangre. Dentro, no sólo ningún asiento libre, sino que en un mismo sitio se celebraban castillos humanos como los de Tarragona. La chusma -un servidor incluido- besándose físicamente con los ajenos, fueran hombres, mujeres o sexos sin demasiada definición. La barbarie incluía artículos de baño de toda clase: parasoles, pies de pato, gafas submarinas, toallas, cestas gigantes y un novamás de utensilios de esta índole.
El sudor chorreaba por todas partes (pasamanos inclusive) y las transpiraciones se pegaban a los cuerpos erotizados. Las chancletas generalizadas mostraban unos dedos con musgo que daban gloria. Los escotes de las hembras se perdían en su generosidad y los pantalones del chándal -que ya venía sudado de casa- se pegaban en las faldas manchadas con la sangre de la entrada al vagón. Dante se quedó corto en su “Divina Comedia” (sudada comedia, en su traducción cañí. Amenizaba la sesión un conjunto de niños (algunos en posición todavía fetal) que berreaban sin parar y mostraban al público sus respectivas campanillas en el fondo de sus boquitas. Un desastre nunca visto.
Unos días después, me comí un tomate. Un tomate extraordinario. El mejor del verano en el hit parade hortolano personal. Al punto de dulce; extremadamente cariñoso; de un rojo pasional; graso y fecundo como el Tajo antes de morir en el Atlántico; de una textura amorosa; con un aroma de tomate en el que tu olfato tenía sus orgasmos correspondientes; y con un aspecto de ternura que no daba ninguna compasión. El citado tomate fue degustado en compañía de un amor verdadero... como tiene que ser.
Espero y deseo que les hayan quedado suficientemente claras las curiosas relaciones de mi preclara mente.