OPINION

Costa da vida

José Manuel Barquero | Domingo 08 de agosto de 2021

Solo me crucé orensanos de mediana edad en Orense. La única excepción era mi padre, al que conocí en Vitoria el día que nací. A mi aquella escasez de orensanos expatriados me extrañaba, como si Baltar, su histórico presidente de la Diputación, no los dejara salir en plan líder bielorruso. La orensana más famosa es la doctora Ochoa. La ves en fotos con Norman Foster codeándose con las élites planetarias y parece haber escapado de la provincia saltando el muro de Verín, en la frontera con León. Así fue hasta hace unos años, cuando encontré en Ibiza un orensano menor de cincuenta que no era sexólogo.

Ricardo Fernández Colmenero es de esos tipos brillantes que pueden darse el lujo de presumir de vagos, aunque luego trabaje tan duro como un emigrante haciendo las américas. Sucede que entrevistar a Paris Hilton cada verano no parece un trabajo, aunque lo sea. Como lo conozco, seguro que ahora va contando a los papás en los cumpleaños a los que lleva a su hijo que ha publicado un libro que se lo ha escrito otro. Leí Los penúltimos días de Escohotado (Ed. La esfera de los libros) del tirón y al acabar salí corriendo, literalmente, porque necesitaba meter aire en los pulmones.

La inteligencia de Antonio Escohotado es cegadora, y su conocimiento de los temas tiene algo de asfixiante. Cita cien libros como otros la alineación de su equipo de fútbol. A lo largo de las conversaciones con Colmenero va soltando fogonazos sobre cada asunto que el periodista le pone por delante, y sobre otros que le apetecen al filósofo. Y ese es uno de los méritos indiscutibles de Colmenero, que a Escohotado, que ha ido a Ibiza para morirse, le apetezca tanto hablar con alguien que le está grabando.

Montaigne decía que filosofar es aprender a morir, y en este sentido es lógico que la muerte asome en las palabras de un pensador que cada semana, según sus fuerzas y el estado de su Parkinson, va recalculando lo que le queda de trayecto vital como hace el GPS de un coche según el tráfico. Sin embargo, excepto en la breve descripción que hace de alguno de sus padecimientos físicos, no hay tristeza en el libro. Escohotado exhibe su alegría por una vida buena en el sentido epicúreo de la expresión: la felicidad ligada al placer, y no al éxito.

Hablamos del placer de los sentidos, claro, pero también del que proporciona el conocimiento y las relaciones humanas. Uno imaginaba el epitafio de un cascarrabias dolido por un mundo y una cultura que desaparece sepultada bajo tuits infames, y se encuentra a un viejo agradecido porque la gente siga siendo amable con él, aunque le den un poco la vara como si fuera el líder de una secta que él disolvió hace años.

El destino ha querido que leyera el libro de Colmenero en Galicia, su tierra natal, y decía que nada más acabarlo salí a correr entre faros, ya cerca de Finisterre. Paradójicamente, Escohotado se ha ido a morir al punto de España más alejado de la Costa da Morte. Viendo esas torres de luz punteando la costa pensé que el filósofo se ha encerrado con toda su ciencia y su experiencia en una cabaña de Ibiza, como Montaigne se encerró cinco siglos antes en su torre de Périgord. Y es curioso que en casi trescientas páginas Escohotado se rinda a Heráclito, Aristóteles, Spinoza, Hegel, Kant, Freud, Einstein o Husserl, pero no cite ni una vez al sabio de Burdeos. Sin embargo, la única frase que Escohotado repite en varias ocasiones, y que su hijo Jorge considera la principal lección vital de su padre, es la máxima que guió a Montaigne: conócete a ti mismo.

Al acabar el primer capítulo pensé preocupado en Ricardo, en esa ligereza suya y en el humor de sus columnas, porque de escribir un libro como este no se puede salir como se entra. Imaginé que quizá no me volvería a preguntar por mi encuentro con una Miss Universo, cómo defecar a 7000 metros de altitud, o el moco congelado de una alpinista polaca en el Himalaya, los asuntos que hasta ahora más le han interesado de mi biografía. Pero Colmenero, que me ve venir, lo aclara diez páginas más adelante: “de Antonio no se sale más listo, simplemente no se sale”. O sea, que iré a Ibiza en cuanto pueda para que me firme el ejemplar, me ilustre un poco más sobre el hedonismo inteligente, y de paso compartiré a su lado otro rato más de felicidad a la manera de Epicuro.


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