Cada vez que consigues incorporarte contra la pared el primer resoplido de alivio retumba en tu interior como si llevaras un bafle incorporado. En la musiquilla que acompaña el exceso de adrenalina predominan los sonidos graves, los del corazón que aporrea el pecho como pidiendo permiso para irse. Para un novato de la escalada en roca, ascender una pared vertical como el Mallo Pisón de Riglos es un reto que pone a prueba el equilibrio corporal y la destreza para encontrar apoyos suficientes para pies y manos. Pero sobre todo, exige controlar los nervios.
Los nervios atacan frente a lo desconocido. Un examen difícil del que no sabemos las preguntas, una primera cita, el primer día en el trabajo… Aunque hayas estudiado el croquis, cuando inicias una vía de escalada no sabes exactamente lo que vas a encontrar, y por tanto si serás capaz de superar cada dificultad. Y eso que las apariencias engañan. A pesar de la impresión que produce estar colgado de un arnés con un abismo bajo tus pies, la escalada deportiva en una vía bien equipada es una de las actividades más seguras que se pueden practicar en la montaña.
La cima del Mallo Pisón queda exactamente a la misma distancia del suelo que el tercer piso de la Torre Eiffel, el último que se puede visitar. Si miras hacia abajo contemplas el patio aproximado de un rascacielos de 80 pisos. La panorámica corta la respiración, y desde abajo me parecía suficiente motivo para intentar escalar esos 275 metros de conglomerado rocoso, con algunas zonas desplomadas. Pero hay días que uno se levanta con el pie derecho, y la naturaleza le tiene preparado un regalo inesperado.
A escasos kilómetros de Riglos se levanta el Castillo de Loarre, la fortaleza románica mejor conservada del mundo. Uno piensa en las pequeñas grietas, en los vicios ocultos a vigilar en la adquisición de cualquier vivienda moderna, en planos, arquitectos y cálculo de estructuras a través de programas informáticos, y se pregunta cómo puede mantenerse en pie de aquella manera una construcción tan formidable que en este catastrófico 2020 cumple… 1000 años!!! El escenario es tan impresionante que Ridley Scott lo eligió para localizar escenas de su película El Reino de los Cielos, una historia de cruzados con Orlando Bloom y Liam Nesson arreando sablazos en Tierra Santa.
Poco antes de alcanzar el castillo un pequeño desvío a la izquierda de la carretera conduce a otro lugar asombroso. Con suerte y en un día despejado, desde el Mirador de los Buitres se puede observar a lo lejos el vuelo de algunas de las aves más bellas de la fauna ibérica: el quebrantahuesos, el alimoche, el milano real y, por supuesto, el buitre leonado. Tiene algo de hipnótico contemplar el vuelo de estas grandes rapaces que aprovechan las corrientes térmicas para ascender y planear sin esfuerzo durante horas. Pero ya digo que hay que tener suerte, y en cualquier caso avistarlas en la distancia con la ayuda de prismáticos.
El primer aleteo me sonó como el principio de un trueno. Pero no había una sola nube en el cielo, así que continué concentrado en los agarres para progresar en la pared. La segunda vez lo sentí tan cerca que me asustó. Entonces Ibon, que me esperaba por encima en la reunión, me advirtió con un gesto de su mirada. Un buitre leonado volaba en círculos sobre nuestras cabezas a escasos veinte metros, y el estruendo con cada movimiento de sus alas me hacía sentir pequeño y afortunado a un tiempo. No podíamos pedir más: un pájaro majestuoso de casi tres metros de envergadura dándonos la bienvenida en los últimos largos de la vía. Con los pies bien apoyados, me suspendí hacia atrás del arnés para mirar al cielo y contemplar esa maravilla natural. Ahora pienso que aquel minuto compensó el viaje a un rincón remoto de Huesca. Compensó el riesgo, y compensó también los imprevistos.
Todo el mundo se movía con mascarillas en las localidades de Riglos y Loarre. Pero en la reunión más angosta de las ocho que había en toda la vía de ascenso, compartí espacio con un escalador francés de una cordada a la que adelantamos. Estuvimos los dos, hombro con hombro y sin tapabocas, en una repisa de un metro escaso de largo y veinte centímetros de ancho durante un par de minutos. Dadas las circunstancias, seguramente aquel fue el riesgo más grande que asumí trepando por aquel paredón. Algo inesperado, y que me generó más nervios que el traspiés en un paso complicado.
Hace unos días dos mil científicos de todos el mundo firmaban una declaración afirmando que el confinamiento y la distancia social están causando más daños a la salud física y mental que los que pretenden evitar. Creen que el coronavirus es una realidad que va a permanecer con nosotros un tiempo, y con la que habrá que convivir mientras se protege a los colectivos más vulnerables. El resto de la población, la mayoría, debería recuperar cuanto antes una cierta normalidad en sus vidas asumiendo unos riesgos razonables, como los que acepta cualquier escalador sensato cuando se adentra en el reino de los cielos.