La educación ha sido en los últimos cuarenta años, durante todo el periodo democrático, el patito feo del estado de bienestar. Han sido continuos los cambios de planes educativos; cada vez que cambiaba el color político del gobierno cambiaba el plan, y cuando se transfirió la competencia a las comunidades autónomas se reprodujo la misma situación a escala autonómica, con escasas excepciones.
Todos los partidos políticos han venido acusando a sus oponentes de utilizar la educación para adoctrinar a los niños y adolescentes, cuando, en realidad, eso es lo que ellos querían, adoctrinar, y de ahí los continuos vaivenes del sistema educativo, los continuos cambios de plan, las diferentes actitudes respecto del binomio escuela pública-escuela concertada, el ir y venir de la asignatura de religión y su 'alter ego', la educación para la ciudadanía, y la permanente polémica sobre la inmersión lingüística en las autonomías con una lengua propia diferente de la castellana.
Es cierto que aunque todos los partidos políticos han colaborado a la confusión, la principal responsabilidad del desastre la tienen los partidos conservadores, que sistemáticamente se han negado a entender que en un estado democrático la laicidad es la única garantía de la igualdad de derechos para todos, que es la misma esencia de la democracia y, por tanto, la educación religiosa debería quedar relegada al ámbito estrictamente privado, y las familias que quieran que sus hijos reciban educación en la religión que ellos practiquen deben encargarse de ello conjuntamente con la iglesia o congregación religiosa a la que pertenezcan. El problema es que la derecha en España tiene una tradición secular de utilización de la educación como instrumento de adoctrinamiento y los hábitos adquiridos durante siglos son muy difíciles de eliminar.
Por lo demás, todos, absolutamente todos, los gobernantes de cualquier color, son responsables de la falta crónica de recursos y de los presupuestos deficientes de la educación. No hay suficientes escuelas, de ahí que muchas funcionen durante años en barracones indignos; no hay suficientes maestros y profesores, de ahí que no se puedan cumplir las ratios del número máximo de alumnos por aula; no hay suficientes recursos pedagógicos, ni informáticos, ni tecnológicos, ni de apoyo para los alumnos con necesidades específicas; no hay suficientes comedores escolares, ni becas comedor para los alumnos necesitados; no hay becas suficientes para la educación no obligatoria, y mucho menos para la universidad, cuyas tasas académicas son exorbitantes e inaccesibles para muchas familias, y el sistema pedagógico, salvo excepciones, es anticuado, está obsoleto, y no responde a las necesidades formativas de nuestros jóvenes para desenvolverse en el mundo que se encontrarán en las próximas décadas.
Y ahora la epidemia de la covid-19 y el confinamiento que ha provocado han venido a desnudar en toda su crudeza todas las carencias del sistema educativo. El funcionamiento, más bien el no funcionamiento, de la educación durante las semanas de aislamiento se ha manifestado con total dureza. No ha habido un plan de contingencia coordinado, cada escuela o instituto ha hecho lo que ha querido o podido, y en cada escuela o instituto cada profesor se ha comportado según su leal saber y entender. Algunos se han preocupado de mantener el contacto personal, telefónico o telemático con sus alumnos y mantener una actividad curricular más o menos reglada; otros, en cambio, se han preocupado poco o nada y sus asignaturas han quedado literalmente colgadas.
Pero incluso aquellos profesores o centros que han intentado seguir con una actividad lo más regular posible han topado con la cruda realidad de que muchos alumnos no disponían de medios informáticos ni telemáticos para poder seguir con las clases a distancia. Todo ha sido un inmenso despropósito, pero se puede considerar el atenuante de la imprevisibilidad de la epidemia. Ahora bien, para el curso próximo la cosa no pinta nada bien.
La educación no presencial está claro que no ha funcionado. Por falta de preparación de los centros y de los docentes, y por falta de recursos de muchas familias, está claro que no es una alternativa factible. Pero la educación presencial respetando las normas de distancia personal y el número máximo de personas por aula es imposible con los recursos actuales. Si ya no se puede respetar y se excede el número máximo de alumnos por clase, ahora serán necesarios el triple de recintos educativos y el triple de docentes. ¿De dónde van a salir? ¿Y el presupuesto necesario para todo ello?
La Consejeria de Educación debería empezar a dar explicaciones con urgencia de cómo piensa hacer frente a las necesidades del sistema para el próximo curso y de cómo piensa organizar la actividad docente. Nuestros niños y jóvenes ya han perdido un curso, no deben perder dos.