De esta pandemia que está trastornando nuestra vida diaria, la manera de relacionarnos, la economía, las relaciones internacionales y prácticamente todos y cada uno de los aspectos de lo que hasta ahora era “la normalidad” y que está tensionando hasta el límite nuestro sistema sanitario y se está cobrando un alto precio en vidas humanas y sufrimiento, deberíamos extraer algunas lecciones para el futuro, inmediato y a corto y medio plazo.
Debemos empezar a ser más humildes en nuestra relación con las enfermedades infecciosas. Debido a los indiscutibles avances de las últimas décadas en el tratamiento y prevención de los procesos contagiosos, habíamos llegado a considerarnos inmunes, capaces de curar cualquier infección, a pesar de que no era así. Los antibióticos y quimioterápicos sirven contra las bacterias, los hongos y los parásitos, y no siempre, pero tenemos muy pocos medicamentos verdaderamente activos contra los virus.
Y vacunas para prevenir las infecciones tenemos muchas, pero ni de largo todas las que serían necesarias, especialmente contra enfermedades que afectan millones de personas en países de Asia, África y América como como el paludismo, el dengue, la tripanosomiasis africana, la enfermedad de Chagas, o la filariasis linfática, así como contra el sida o la tuberculosis. Y para empeorar la situación, los emergentes movimientos antivacunas, una demostración palmaria de que la estupidez humana no conoce límites, suponen un riesgo creciente de reaparición de infecciones muy peligrosas y prevenibles como el sarampión, el tétanos, la tosferina, la difteria o la poliomielitis, por citar solo algunas.
Así pues, ni de lejos teníamos controladas las enfermedades infecciosas, pero pensábamos que ya no podríamos vivir una epidemia de proporciones bíblicas, como la peste negra medieval, o las epidemias de cólera del siglo XIX, o la llamada gripe española de principios del siglo XX. Y ello a pesar de que estamos aun en plena pandemia de sida, que empezó en los 80 del siglo pasado. Pero el éxito indiscutible que hemos tenido en el descubrimiento del virus causante, así como en el desarrollo de tratamientos eficaces, que, si bien no curan la enfermedad, sí la convierten en un proceso crónico, aunque a un alto coste de salud y económico, puesto que suponen la ingesta por tiempo indefinido de medicamentos, que tienen efectos secundarios y un elevado precio, ha reafirmado nuestra falsa sensación de seguridad frente las infecciones, que, como estamos comprobando, no está en absoluto justificada.
Otra lección que nos está dando esta pandemia es que nuestro sistema sanitario no estaba preparado para hacer frente a un problema de esta magnitud. Hemos reaccionado relativamente bien, pero al precio de poner patas arriba todo el sistema, de adecuar para la asistencia espacios que no estaban destinados a ella y dedicando un abrumador porcentaje de todo el esfuerzo asistencial a la atención de la Covid-19, desatendiendo los procesos leves y de mediana gravedad, con el riesgo de que se agraven por la falta de asistencia y, no nos engañemos, incluso patologías graves no están siendo atendidas en tiempo y forma.
Además, ha fallado clamorosamente la disponibilidad de equipos de protección, lo que ha conducido a un número inaceptablemente alto de contagios entre el personal sanitario, lo que ha contribuido a tensionar aun más el sistema sanitario y ha hecho necesario recurrir a medidas tan extraordinarias como las de solicitar la reincorporación de profesionales jubilados y la de alistar a médicos y dues con la carrera recién acabada y sin formación especializada e incluso a estudiantes de los últimos cursos de ambas profesiones.
Todo ello teniendo en cuenta que la covid-19 no tiene una mortalidad demasiado elevada. Las cifras de muertos que vamos sumando día a día son terribles y nos encogen el corazón, pero son tantas solo porque hay muchos contagiados a la vez. La mortalidad real de la enfermedad la sabremos cuando se puedan hacer estudios epidemiológicos, pero todos los expertos coinciden en que estará por el 3 % o menos. ¿Qué pasaría si tuviera una mortalidad del 30, 40 o 50%, o más? La mortandad sería espantosa y la de los profesionales sanitarios supondría un riesgo de colapso, este sí colapso de verdad, del sistema de salud, un derrumbe generalizado.
La OMS y otras organizaciones vienen advirtiendo hace tiempo de la práctica inevitabilidad del surgimiento de una pandemia como la que estamos padeciendo. La mayoría se inclinaban por la probabilidad de una pandemia de gripe por una variante mutante del virus y no está en absoluto descartado que se produzca una pandemia de gripe en los próximos años, cuya virulencia y mortalidad son, por supuesto, desconocidas en este momento, pero que podrían ser peores que la actual covid-19.
El Global Preparedness Monitoring Board, una organización formada por expertos internacionales dedicada a la monitorización de enfermedades infecciosas nuevas o antiguas, emergentes y reemergentes, con potencialidad pandémica, ha detectado en los últimos 30 años más de 50 patógenos, algunos de los cuales tienen una indiscutible capacidad de convertirse en agentes globales y algunos de ellos son muy virulentos y con una elevada mortalidad.
Está claro, por tanto, que debemos redimensionar y rediseñar nuestro sistema sanitario, tanto en términos de número de camas de cuidados intensivos, como en unidades de aislamiento total, en el número de profesionales, en su formación y en la disponibilidad de equipos de protección individual, así como en los programas de vigilancia y seguimiento y en la rapidez y capacidad de respuesta ante una emergencia de este calibre. También debemos mejorar nuestra competencia en investigación y desarrollo y de producir tanto medicamentos, como equipos de diagnóstico, equipamiento de alta tecnología y material sanitario, porque otra de las lecciones de esta epidemia es nuestra espantosa dependencia del exterior.