En acabando de regresar de mi vigésimo periplo por (prepárense, que les lanzo un par de tópicos para que se queden tranquilos) “la Gran Manzana” o “la ciudad de los rascacielos”, oséase, Nueva York, me veo en la obligación de ilustrarles sobre una de entre las mil curiosidades que ofrece la capital del mundo capitalista, la meca del “todo más grande que...”.
Me estoy refiriendo a la luz. Y no precisamente a las cualidades de luz que brinda la citada ciudad respecto a su anatomía (en este caso la fisiología vence a la naturaleza en forma de paisaje). Tampoco pretendo aludir a fenómenos de índole consustancial con iluminaciones celestiales provocadas para que los japoneses retraten salidas y puestas de soles a mansalva con el único objetivo de no ver nada que no pase por el objetivo de su cámara-móvil. Nota: al respecto, permítanme contarles que en el interior del MET (Museo Metropolitano de Nueva York, una maravilla de edificio repleto del arte más glorioso del planeta) los japonesitos y japonesitas se colocaban delante de cada una de las impresionantes y divinas pinturas para, solamente, fotografiarlas sin que, dedicaran ni una milésima de segundo a contemplarlas de una manera visual directa. Así que: foto y a otro cuadro; foto y a otro cuadro, y así... Final de nota.
No. En cuanto les estoy refiriendo una observación personal sobre la luz en Nueva York estoy apelando a la total escasez de dicha energía en todos los interiores de todos sus locales, sean estos habitáculos dedicados a la restauración (bares, restaurantes, tabernas, etc) así como a habitaciones y aseos de los hoteles -buenos o mediocres- museos, teatros, rascacielos visitables, iglesias, vestíbulos en general, tiendas de moda, grandes almacenes y un largo etcétera que abarcaría todo aquello que se esconde del exterior y que, por consiguiente, se instala en los recónditos emplazamientos intramuros. Es verdad, fíjense bien la próxima ocasión que visiten Nueva York: en todos los interiores mencionados la penumbra es la gran protagonista. No es a causa de la carencia de lámparas ni mucho menos de bombillas. Los apliques colgados de la pared o de los techos existen y, además, para más inri, suelen ser enormes, colosales con globos inmensos, lo que no quita que la luz que desprenden sea trémula, temorosa, débil y enfermiza; una luz escuchimiflada, si ustedes gustan de adjetivos circenses y espectaculares; una mierda de claridad, vamos, si ustedes van de finos.
Ellos, los americanos nativos (aunque casi no existen entre latinos, africanos, tailandeses o filipinos) venden la realidad de la pobreza lumínica como efecto “pijo”, así como que la cosa consiste en provocar un ambiente más cool, distendido y progre, cuando la verdad es que cuando uno está cenando en un sucedáneo de bistrot de precios escandalosos y copa de vino tinto californiano cobrado por “manguis” profesionales y gastronómicos, no ve un huevo; como que uno se mete la cuchara por el oído o el filete por el nudo de la corbata. Por todo alumbrado cuatro bombillas de bajo voltaje (como las de la postguerra española) y, en todo caso, un par de velas napoleónicas: ni siquiera un puto candil, ¡oigan! Además, las camareras -suelen ser féminas- van vestidas de negro zumbón los clientes se pegan sustos de muerte cuando no se las esperan y se acercan a tu mesa a preguntar algo o a traer la hamburguesa con cebolla anochecida.
La pregunta sería: ¿no hay luz en Nueva York? Y la respuesta se la cedo con toda amabilidad: sí, efectivamente, luz haberla hayla. Lo que pasa es que la gastan toda en Times Square con gigantescos anuncios luminosos a todo color, objetivo fotográfico de los mismos “japos” que por la mañana han fotografiado a Rembrand y Degas.
Una última apreciación: en cincuenta kilómetros sudando la camiseta por las calles de Manhattan, tres personas fumando: dos borrachos y un drogado. El humo que aparece por el subsuelo de sus avenidas debe pertenecer a los fumadores escondidos.