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La urbanidad se ha ido de vacaciones

Por Jaume Santacana
miércoles 27 de febrero de 2019, 05:00h

Y probablemente, muy probablemente, no volverá. Se va a cumplir aquello tan viejo del “se ha ido para no volver”. Antes que la urbanidad, lo más seguro es que vuelvan las “oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar”; o incluso alguien regresará “con la frente marchita” de Carlos Gardel; o volver, volver, volver a tus brazos otra vez... pero lo que es fetén es que la urbanidad no volverá ni a las andadas ni a nada. Ni está ni se le espera.

Yo recuerdo la urbanidad. Desde mi más tierna infancia -que la tuve, no tengan ninguna clase de duda (aunque viendo mi aspecto actual yo soy el primero que me cuestiono la veracidad de esta aseveración)- viví la urbanidad en casi todos los actos que rodeaban mis primeros paseos por el mundo. Era, la urbanidad, discreta y silenciosa, prudente y reservada. Al no ser algo tangible, su presencia era únicamente emocional, psíquica; algo así como una especie de aureola que, incorpórea envolvía a los ciudadanos en todos aquellos momentos en que se relacionaban entre sí. Lo que ahora serían las relaciones sociales, vamos. Porque resulta que los ciudadanos que habitan cualquiera de los millones de núcleos urbanos que se establecen en el mundo, en un momento u otro de su existencia, mantienen contacto con sus conciudadanos. Es muy complicado mantenerse alejado de todo contacto corporal o intelectual con sus vecinos. Incluso los asesinos en serie intentan alimentar ciertas buenas relaciones superficiales con sus paisanos más próximos, aunque sea por aquello de las declaraciones de sus residentes más cercanos cuando, una vez detenido el criminal, sueltan por la tele: “parecía muy buen chico”; “era encantador: siempre que te lo encontrabas en la escalera, saludaba muy amable”; o bien “me ayudaba a subir la compra”.

Así pues, la urbanidad era algo que, aun no pudiéndose palpar, se constataba su eficacia. Desde mi punto de vista, sus efectos inmediatos consistían en facilitar la relación humana, alegrar un poco las vidas de los coterráneos y permitir una ligera capa de felicidad entre los ahora llamados urbanitas.

Diálogo que tuve la ocasión de escuchar ayer por la tarde dentro de un vehículo de transporte público, de esos que se conocen como autobuses: una señora mayor, muy mayor, sube al carruaje mecánico y se da cuenta de que no hay ningún asiento disponible; aguanta un rato agarrada a las asas metálicas y observa, algo atónita, que nadie se levanta para cederle el asiento (a tener en cuenta que el promedio de edad de los viajeros no pasaba de los 30-35 años). La señora, visiblemente decepcionada y un punto enojada, manifiesta con voz trémula pero firme a la vez: “¡Ya no quedan señores y es una pena. Así va el mundo!”. No pasaron mas de diez segundos cuando un chaval de chándal y zapatillas deportivas gastadas le berrea, respondón y con evidentes aires de provocación: “Señora: de señores si que quedan; ¡lo que no quedan son asientos!”.

Es sólo una pequeña muestra de que la civilización esta virando no a babor o estribor sino a la pura mala educación. Los pies encima del asiento delantero en los trenes es otra señal de que – a las nuevas generaciones- el llamado prójimo les importa un huevo. Igual sucede durante los días lluviosos cuando se cruzan dos personas con paraguas abiertos en alguna acera más bien estrecha; nadie sube, baja, aparta o aleja el paraguas para facilitar el paso; o aquellos individuos que transitan por la calle y, de repente, sin previo aviso frenan en seco o se dan la vuelta para cambiar de dirección; a los elementos que nunca jamás lanzan una breve sonrisa cuando un transeúnte se detiene para dejarle el paso libre; o los que caminan de a cinco ocupando toda la acera y no dejando circular con tranquilidad. De los perturbados que manejan toda clase de vehículos (bicicletas, segways, patinetes, etc.) ya me ocuparé otro día, si antes no me espachurran sangrientamente en plena acera. Y de los camareros que no saben -o no quieren- esbozar una mínima sonrisa como atención al cliente, también dedicaré algún comentario. Sobre los taxistas, el artículo me saldrá un poco más largo.

Sí, ya se, es un artículo redactado por un viejo cascarrabias, un abuelo quisquilloso, gruñón, pulguillas e irascible. ¿Y qué?

No, no volverá la urbanidad; y es una verdadera lástima porque era un valor positivo que no hacía más que ayudar a ser un poco más felices.

¡Y gratis, oigan!

PS. Ni les cuento aquel ejemplo clásico de la persona que ayudaba a un discapacitado visual (antes, un ciego) a cruzar la calzada evitándole un susto o una desgracia. Hoy en día, si alguien le coge del brazo, al ciego, y le conduce a través de la calle es, sólo, para dejarle en medio de la calzada en el momento en que, a toda leche, viene un Porsche para que su amigo -que está en la acera de en frente- grabe la hostia con su móvil de alta definición y la cuelgue en las redes sociales, preferiblemente en Instagram, para goce se sus amigotes.

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