Cuando pensaba que la memez de lo políticamente correcto había llegado a su cénit, Mark Saltzman, guionista del programa televisivo que en España se conoció como ‘Barrio Sésamo’ me ha sacado de mi error.
Ahora resulta que Epi y Blas eran –o son-, según su creador, pareja gay, aunque por más que miro una y otra vez los episodios que tengo grabados en mis viejas cintas VHS no logro dar con ningún comportamiento en pantalla de los que el tópico supone que se atribuyen exclusivamente a las parejas homosexuales.
Epi y Blas eran amigos y dormían en camas separadas. Yo también he vivido varios años con otros tíos, dormíamos en camas separadas, nos hacíamos bromas y, aunque eso no importe lo más mínimo, ninguno de nosotros es gay (al menos, que yo sepa). Lo que hicieran Epi y Blas con sus supuestos atributos de fieltro cuando no estaban actuando, la verdad, no creo que importase demasiado a ningún espectador preadolescente.
Saltzman cae en la histriónica e innecesaria manía de sexualizarlo todo –incluyendo unas marionetas infantiles- para hacer bandera de su causa, porque el que realmente es homosexual y siente la pulsión de contarlo es él.
Ser gay no es malo ni es bueno, como no lo es ser heterosexual, o asexual. Una de las grandes aportaciones que la literatura, el cine, el teatro e incluso el guiñol han efectuado al desarrollo de la inteligencia humana ha sido dejar que la mente del lector o el espectador conformase para sí los rasgos ocultos de los personajes y lo que les sucedía tras el The End, aquello que no se contaba.
Es lo que se llama imaginación, algo que deberíamos cultivar especialmente en los niños, dejando que se monten sus propias historias de acuerdo con su personalidad, y no imponiéndoles la dictadura castrante del pensamiento único adulto.
Algún muchacho habrá pensado que Epi o Blas tenían novia, que trabajaban para el servicio secreto de Su Majestad, que preparaban oposiciones a Notarías, o que eran viudos en una residencia de la seguridad social y otros, por qué no, quizás imaginaron que eran en efecto una pareja gay, pero les aseguro que a la inmensa mayoría de chavales todo eso no les preocupaba lo más mínimo saberlo.
Saltzman no es, desde luego, el primero que suelta estas majaderías. Hace unos años, el Gobierno homófobo de Polonia había puesto el grito en el cielo por el presunto plumazo de Tinky Winky, el Teletubby morado. Habré visto con mi hijo mayor docenas de veces las apasionantes aventuras de los Teletubbies y les juro que jamás se me pasó por la mollera pensar en su orientación sexual, como tampoco se me ocurrió atribuirles preferencias políticas o gastronómicas. A mi hijo lo único que le importaba es que contase las historias dos veces en cada episodio, y eso es algo que entusiasma a todos los locos bajitos.
Hace falta estar realmente enfermo para, viendo una caricatura de dibujos animados, estar pensando con quién se acostarán la comadreja, Heidi o la abeja Maya o dónde acostumbran a meterla el coyote, el gallo Claudio, Goofy, Pepe Pótamo o el Lagarto Juancho.
Les confieso que a mí, el único que me tenía realmente intrigado era Porky, por ir vestido con americana y pajarita, pero con el pito al aire. Eso es todo amigos.