La usabilidad consiste en la adaptación del diseño tecnológico, de una herramienta en particular o de un objeto, a las necesidades del usuario a fin de favorecer su experiencia como tal con el fin de conseguir, de forma eficaz y eficiente, su satisfacción. Por ello, trabajar en “usabilidad” implica adentrarse en el tenebroso mundo de la “experiencia de usuario (UX)” o lo que es lo mismo, en el análisis o investigación, de si lo que se ha diseñado es idóneo para el fin previsto o por contra, complica tanto la existencia al usuario que el resultado de su utilización o aplicación deviene caótico e infructuoso.
Revisando los “cuatro principios del buen diseño” de Donald Norman, profesor de ciencia cognitiva y de ciencias de la computación no puedo menos que lamentar el hecho de que sea ahora, en esta era de avanzadas tecnologías, cuando la usabilidad se ponga de moda. Y lo escribo no sólo por esas puertas que nunca sabemos como abrir (hacia dentro o hacia fuera), y en las que es necesario finalmente colocar un letrero de “empujar” o “tirar” o algo similar, sino también por todo ese cúmulo de herramientas u objetos que miramos en ocasiones con el rabillo del ojo sabiendo a ciencia cierta que si alguna vez tenemos que utilizarnos no vamos a conseguir hacerlo al menos a la primera, de forma adecuada: ese extintor contra incendios del garaje; medio centenar de pulsadores y palancas que nos acechan en nuestro coche y que no sabemos para que sirven; la mitad del teclado del mando a distancia de la tele; esas instrucciones en japonés, chino, ruso, inglés, alemán, sueco, francés etcétera, que se despliegan ante nuestros ojos como por arte de magia cuando parece imposible que en la caja de un reloj pueda caber tanta literatura; o esos pulsadores de ascensor tan bien disimulados que no te das cuenta de que has apretado con el dedo varias veces la pared hasta que paras a mirar detenidamente y los localizas; hay también algunos artilugios de cocina que te obligan a hacer un master acelerado antes de atreverte a levantar la tapa, meter algo dentro y darle al interruptor; sin olvidar por supuesto ese salvavidas del avión que se supone esta encima de tu cabeza o debajo de tu asiento (me inquieta por cierto saber:¿se hace recuento de salvavidas a menudo?); esa máscara de oxigeno que nos debemos colocar sobre nariz y boca en un momento de pánico y en especial, esa puerta de emergencia que parece fácil de abrir como una lata de atún y sin embargo, tenemos la certeza la mayoría de nosotros, que tampoco acertaríamos como hacerlo.
Me hubiera gustado como ya he comentado, que la moda “usabilidad” se hubiera llevado en otros tiempos, tiempos en los que se diseñaban ciertos aparcamientos públicos o privados por ejemplo. Si se hubieran llevado a cabo esas “pruebas de usuario” alguien se podría haber dado cuenta de que es imposible salir indemne cada mañana de un coche aparcado a veinte centímetros del contiguo (por ambos lados) y si además eres mujer y llevas falda, tacón, bolso (cargado con esos 3 ó 4 kilitos de penitencia auto impuesta) abrigo y lo que se tercie, pocas plazas de aparcamiento de la que conozco habría merecido ser galardonada por la satisfacción de sus sufridos usuarios. Aunque bien es cierto que nada tiene que ver el Seat seiscientos o el Renault 7 que se aparcaba ayer, con los mono volúmenes que metemos hoy en el mismo espacio, por lo que puede que la prueba de usabilidad no superada sea más bien la de quien idea, diseña, fabrica y vende esos enormes coches para espacios tan pequeños… quién sabe..