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Simpatía

Por Jaume Santacana
miércoles 21 de marzo de 2018, 03:00h

Hace justo un par de horas que acabo de regresar de un largo viaje. Les pido disculpas, pues, por si el ligero jet lag que me afecta pudiera condicionar, de alguna manera, mi estilo tradicional de redacción o, inclusive, la semántica de ciertos vocablos. He retornado de Nueva Zelanda, a donde me había trasladado hace un par de semanas por negocios que ahora no vienen al caso. He realizado el vuelo en un avión privado, cedido por un poderoso e influyente empresario noruego, residente en Suiza, donde tiene centralizadas las sedes sociales de sus empresas desde hace ya unos diez años. El tal financiero es poseedor de una ingente cantidad de sociedades inversionistas domiciliadas en más de treinta países de varios continentes, cuyas transacciones y permutas económicas le proporcionan pingües beneficios. El hombre disfruta de una auténtica fortuna que le permite mantener un tren de vida por todo lo alto.

En este caso, el acaudalado hombre de negocios, nacido en el seno de una humilde familia de pescadores en una aldea cercana a la ciudad noruega de Trondheim, me ha facilitado su jet particular por el simple hecho de que me debía un favor. Más que un favor: un auténtico “favorazo”. Gracias a mi intervención en un momento dado, su mujer no se llegó a enterar de que su marido, el empresario, mantenía relaciones amatorias con una dependienta de unos grandes almacenes situados en la ciudad helvética de Lucerna, un paraje excepcional, con un precioso lago rodeado de altas montañas y con un encantador puente medieval.

Si se hubiera hecho público el adulterio en cuestión, el colosal patrimonio del noruego hubiera, sin lugar a dudas, saltado por los aires y el escándalo consecuente hubiera sido de órdago, de “ni se sabe”. Afortunadamente, mi actuación fue, además de brillante, lo suficientemente diligente para frenar el desarrollo de los hechos y, de esta manera, evitar la vergüenza y la ulterior gresca que se hubiera organizado. No sería de recibo, en estos momentos, contar lo ocurrido, más por no cansarles que por motivos confidenciales, pero les haré un somero resumen: llegó a mis oídos que el consejero delegado de una gran empresa tailandesa de construcción había recibido cierta información sobre la equívoca y sospechosa relación extramatrimonial del empresario ubicado en Suiza. Hubo detectives de por medio; y fotos; e informes. Precisamente, fue el hombre de negocios tailandés quien trazó un plan chantajista para extorsionar gravemente al noruego, doblegarle socialmente y, de paso, arruinarle financieramente. Ni qué decir tiene que, para el asiático, la tajada que sacaba era monumental. Pero pasó que el negociante de Bangkok ignoraba mi antigua amistad con su secretaria, a quien conocí en un parque de atracciones de Burundi, años atrás; nada del otro mundo: un polvete y a vivir que son dos días. Así que, fue dicha administrativa -harta ya del largo acoso sexual a que le estaba sometiendo su jefe- quien me mandó un correo contándome el intríngulis del planeado chantaje. Ella sabía de mi afinidad con el noruego. De este modo, pude advertir al empresario ubicado en Suiza de lo tramado y prestarle la debida protección, a base de una nueva información confidencial y altamente inflamable que mi amiga, la secretaria del tailandés, guardaba sobre un enorme fraude causado por el tailandés. Para terminar con todo el asunto y dejar a cero los contactos de la dependienta de los grandes almacenes con el noruego, le propuse relaciones a la dependienta, con lo cual las huellas del anterior amante quedaron definitivamete borradas.

En fin, siento la larga disquisición; creía que disponía de mayor espacio para mi artículo y veo que me he quedado corto.

En realidad, yo sólo les quería contar que en Nueva Zelanda la gente, así en general, es muy simpática.

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