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Regicidio

Por Vicente Enguídanos
viernes 05 de enero de 2018, 04:00h

Cuando aprovechamos la actualización de las cabalgatas en la noche de Reyes para introducir elementos atípicos, excluyentes o que pueden herir sensibilidades, no solo estamos provocando a los creyentes más conservadores, sino menospreciando a la sociedad en su conjunto.

Todos los colectivos deben tener su espacio de libertad y la capacidad de expresar su defensa de la diversidad, pero no deberían irrumpir en todos los ámbitos de la vida sin respetar los derechos individuales y colectivos del resto. Luchar contra la violencia de cualquier tipo o mantener un ecosistema sostenible son aspectos que trascienden a la manifestación callejera, pero que deben tener un marco adecuado para su reivindicación y defensa. Frivolizar con la discriminación positiva es una expresión de la insolvencia moral y la baja calidad intelectual de nuestra clase política.

La cristiandad, sobre la que se ha basado el espíritu democrático en occidente, está en la mirilla de estos grupos de presión, cuyo valor no se expresa contra religiones más impregnadas de intolerancia y odio al prójimo. Cuestionar la presencia de San Fernando en el escudo de Sevilla, “por machista y belicista”, tachar de “racista” la presencia de pajes negros en Alcoi o tratar de excusar en la “optimización de recursos” que Madrid repita su mismo desfile en la víspera de la epifanía tres años seguidos, tan solo es una muestra de sectarismo y desprecio a las esencias que nos definen como pueblo.

Si hay algo que todos recordamos con tristeza es el día en el que la magia se desvaneció en favor de una realidad decepcionante. Santa Claus (que corre el riesgo de ser Mamá Noel en años alternos), desde hace algún tiempo y con la ayuda del calendario ha ido ganando adeptos, pero su efecto ya se ha diluido a estas horas, cuando millones de niños aguardan la arribada de sus majestades reales, aunque solo sea para rivalizar con los adultos por un par de caramelos.

En el siglo pasado tuve la fortuna de encaramarme a una carroza, en mi ciudad natal, enfundado en los ropajes que Samuel Bronston había empleado para la producción de la película “El Cid”. Ataviado como Baltasar y con la fallera mayor infantil de Valencia de ilustre paje, recorrimos las calles engalanadas para la ocasión, ante los ojos vidriosos de muchos locos bajitos, imposibles de contar. Cuando recuerdo que se me quebró la voz por la emoción, al dirigirme desde el balcón consistorial a la multitud concentrada en la plaza del Ayuntamiento, todavía lloro como cualquiera de aquellos niños que temblaban cuando se sentaban en mi regazo para compartirme sus deseos. Lágrimas que jamás debe derramar ningún inocente, en Vallecas o en cualquier otro rincón del mundo, porque el revanchismo y la destrucción de nuestros valores tradicionales primen sobre la esperanza o el bienestar que la ilusión genera en nuestros corazones.

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