Los resultados de las elecciones holandesas han supuesto un balón de oxígeno para un acuerdo que celebrará su sesenta aniversario esta próxima semana. Aquel Tratado de Roma que rubricaron seis estados, la mitad de los cuales medirán el nivel de consolidación euroescéptica este mismo año, marcó el inicio de una alianza que parece vivir en el filo de la navaja desde que el Reino Unido optó por abandonarla, como arriesgando puntos de partido en cada juego que disputa.
El auge de los populismos de un signo u otro, dependiendo del germen económico o ético que los origina, se ha cebado sobre la Unión como el nacionalismo local encuentra en el Estado la coartada para justificar sus problemas internos. Con permeabilidad aduanera y dado que los fenómenos migratorios suponen una redistribución del paradigmático estado del bienestar, no son pocos los que confían en elevar las barreras para protegerse, en lugar de aprovechar con mayor fortaleza las oportunidades de un mercado global. Las pruebas vividas en Austria y Países Bajos logran aplazar la percepción del problema, hasta que se celebren los plebiscitos francés y alemán, pero que el Partido por la Libertad no respondiera a las expectativas no minimiza el impacto de la ultraderecha, acrecentada por la irrupción de Nuevas Maneras, tradicionalmente presente en el parlamento de La Haya y que se extiende como una epidemia, en cualquier modalidad extremista, por todos los rincones del planeta. Es posible, que no probable, que estemos generando anticuerpos al paso que descubrimos la vacuidad y riesgo de sus programas, pero el auge de los predicadores de la era digital no se circunscribe solo a las poblaciones rurales y menos formadas, sino que los partidos de nuevo cuño seducen también en países sin desempleo, con alta cualificación y elevada calidad de vida.
La fragmentación del voto salido de las urnas, todavía más acusada esta ocasión, también resulta ilustrativa de la falta de soluciones eficientes, que resulten satisfactorias para aglutinar una mayoría social. Un fenómeno semejante al vivido recientemente en nuestro país, pero que se resolverá sin las dificultades que debieron superarse en España para alcanzar la investidura del presidente del Gobierno. Esta vez no será fácil la coalición conservadora en Holanda, cuando los verdes pueden ser determinantes, pero nadie duda de que no se repetirán los comicios por falta de mayoría suficiente para que Mark Rutte revalide en el cargo.
La idiosincrasia del antiguo condado dista mucho de ser un modelo extrapolable a otras latitudes continentales, ya que Marine Le Pen se mantiene en cabeza de las presidenciales galas aunque se haya deshinchado Geert Wilders y es posible que Emmanuel Macron sea el nuevo inquilino del Elíseo mientras sus homólogos liberales se han precipitado al fondo del mar de Frisia, desde lo alto del Afsluitdijk. Por tanto, parece algo temprano descartar con rotundidad la amenaza para los valores occidentales que supone la ebullición populista, lo que sí nos ha permitido esta nueva prueba democrática es volver a tomarle la temperatura al respaldo que cosecha el actual modelo de convivencia europeo, comprobando la imperiosa necesidad de encontrar una fórmula de cohesión más estable que los consensos de mínimos alcanzados hasta ahora.