Ciento y un Ángelos y Ángelas
miércoles 21 de diciembre de 2016, 02:00h
Seguro que el título de este papel les evocará aquel Disney que aludía a un mismo número de perritos en blanco y negro. Y sí, la cifra es idéntica, pero en lugar de perros me dispongo a susurrarles algo vinculado a humanos, a seres humanos.
Escribo desde la emoción; eso es como reconocer que se expresa un mensaje en caliente, fenómeno muy recriminado por los principios morales que rigen en el periodismo más clásico; principios, como mínimo, discutibles y contravertibles.
Por circunstancias muy personales he tenido, tengo, la ocasión de convivir, durante unos días, con un colectivo de profesionales que ejercen -desde el más puro anonimato común- su oficio: enfermeros y enfermeras. Ya saben, aquellas personas que dedican su vida a intentar mitigar a sus pacientes (enfermos, gente con pocos recursos físicos o mentales; pueblo con debilidades momentáneas, provisionales o definitivas) las contrariedades a que son sometidos; sus decepciones, sus daños, sus transtornos, sus contratiempos y sus disgustos más íntimos.
Es una pura maravilla observar su dedicación, su cariño y su infinita paciencia con los seres desvalidos que necesitan una generosa dedicación, un enorme cariño y una enorme paciencia. Se trata de una de las ocasiones de la vida en las que un necesitado recibe, directamente, aquello que podría desear. Un círculo que se cierra, con insólita perfección, entre dos mortales que, de manera efímera, cruzan sus vidas durante un período determinado. ¡Manda huevos! Estamos ante el ejemplo más egregio de lo que podríamos calificar como humanismo virtuoso e inmaculado; de humanitarismo filantrópico, bondadoso y sensible; de altruismo en estado congénito.
¡Cuánto amor se deriva de las atenciones dirigidas a personas desconocidas, extrañas, cuyas vidas se ven alteradas, lastimosamente, por eventualidades lamentables!
A pesar de las múltiples injusticias sociales, del ejercicio del individualismo más atroz, de la mentira como herramienta habitual de comportamiento, de la maldad ruin y abyecta, de la insolidaridad generalizada y de la indiferencia y la desgana frente al mal, todavía existen personas que enaltecen, diariamente, su dignidad ante un mundo mediocre y, tantas veces, fratricida.
Son ellos, los enfermeros y enfermeras, que dedican su vida a ocuparse de la sociedad ignorada, marginada y angustiada. Sin nada a cambio, más que un sueldo discreto, unos horarios complejos y unos sacrificios poco evaluados. Justo al otro lado de la cama de los enfermos, se alcanza a visualizar a banqueros, tertulianos, futbolistas, políticos funambulistas con doble red de cobertura, presidentes de consejos de administración, vividores, maltratadores de todo lo que se mueve, avaros y díscolos cobardes, racistas y perdedores de moral excesiva... Y, ellos, los profesionales de la atención directa, los que ejercen la enfermería, siguen ahí, sin distracciones ni tiempo que perder, sin pensamientos retorcidos, sin más ansias que las de procurar el bienestar de los pillados por la enfermedad. Lo que afirmo no tiene nada que ver con la demagogia ni con las falsas adulaciones; ¡un respeto!
Disculpen mi enardecimiento pero, estos últimos días, estoy viendo, con mis propios ojos, la actuación de un colectivo que se hacen llamar Jordi, Anna, Rosa, Yolanda, Lucía o Carmen y que, en realidad, se deberían llamar Ángeles.
No es excesivo darles las gracias: es más bien insuficiente.