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Un filete correoso

Por Julio Fajardo Sánchez
sábado 22 de marzo de 2025, 15:19h

Antonio Muñoz Molina escribe sobre la primera vez que fue a un restaurante con su padre y, sentado en un taburete de la barra, le pusieron delante un filete de suela de zapato. Luego continúa su descripción de la comida para establecer una especie de teoría culinaria basada en la lucha de clases. En 1967 debería tener 11 años y yo 25. Íbamos Juby Bustamante, Carlos Oroza, José Luis, Cervino y yo a un comedor de la calle Almirante, llamado Los Barreros, donde nos ponían un bistec al que bautizamos como de vaca milenaria, que debía ser de la misma parte del animal que el que le servían a Antonio y a su padre. El cuchillo era incapaz de entrar entre los nervios y el tenedor rebotaba como en la pared de un frontón. El trabajo de los dientes se hacía eterno y la deglución tardaba varias horas, intentando hacer una masa blanda con la saliva que fuera admitida por los conductos digestivos hasta el estómago.

Los dueños eran asturianos y aseguraban ser del mismo pueblo que Sandra, la que se decía querida de Neruda y de Saura, hija de Negrín, y no sé cuántas cosas más, famosa por organizar todos los años una rifa, en el café Gijón, de un retrato del pintor Rómulo Macció, el que fuera más tarde la pareja de la madre de Cayetana Álvarez de Toledo. Los Barreros estaba a varios metros del Gijón, girando a Recoletos. Ahora allí hay otra cosa, y en el café ya no queda nadie de los que iban antes. Ya no está ni el cerillero que le prestaba dinero a los clientes más necesitados. Todo el que quería destacar en el Madrid de la época hacía allí de turnante del periodismo, de la novela, de la poesía, de la canción, de la pintura y del teatro y el cine. Era un hervidero de tertulias.

Hace unos días he visto una foto de la mesa primera, donde están comiendo varias personas con Juancho Armas Marcelo, celebrando que le han dado el premio Canarias. Los últimos clientes que la ocupaban hace unos años eran Alvarito de Luna, Manolo Aleixandre y Cervino. Cervino ya apenas sale y lo veo por otro lado, y los demás ya no están. El Gijón está lleno de sombras que no existen. Solo es un recuerdo para que por allí se paseen de vez en cuando algunos jóvenes curiosos a escribir una historia que ya se fue. En aquellos años José María García, el Butanito, se había comprado un seiscientos con el primer dinero que le dio Emilio Romero en Pueblo y me fui con él a Arguelles para ver una manifestación de estudiantes que estaba siendo reprimida por la policía. Esto me ha recordado el filete de suela de zapato que se comió Antonio Muñoz Molina con su padre. Entonces era un niño y nosotros estábamos correteando sueltos por la vida entre las calles del barrio.

Entre el Gijón y el Oliver, de Marsillach, o el Gades, de Conde de Xiquena. Suelo verlo por las Salesas o por Fernando VI, cuando va a comprar el pan. Ahora debe tener la nevera llena de yogures, pero la pinta de chico humilde de Úbeda no se le ha ido de la cara. Esto es de agradecer cuando hay tantos que se visten de lagarterana, de lujos y metáforas en cuanto consiguen el éxito. Puede ser que en Madrid todavía queden lugares donde pongan filetes de vaca milenaria, pero me extraña. La última vez que comí en un sitio de comida popular fue en la Latina y lo hice estupendamente. Todo casero y bueno. No está nada mal Madrid para comer. Hay que pedir reserva en todas partes y los platos son muy ricos. Nada que ver con un bistec de suela de zapato ni con los platos preparados de Mercadona que ahora sirven para poner de manifiesto los excesos del mundo cruel del capital.

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