Desde su primer mandato, Donald Trump ha manifestado desconfianza hacia Europa, cuestionando la OTAN y criticando a sus socios comerciales. Y en vísperas de su regreso al poder, sus posturas parecían confirmar su intención de ningunear a un Viejo Continente que percibe como sumiso y carente de relevancia geopolítica para afrontar, competir o incluso colaborar con potencias como Rusia o China.
Si bien la política de Trump va a poner patas arriba el orden mundial, Europa se vería especialmente afectada.
La hostilidad de Trump hacia Europa ha sido constante y explícita. No ha ocultado su malestar por las pírricas contribuciones europeas a la defensa común, subrayando que Estados Unidos es el que mayor aporta y principal garante de la disuasión militar. Y está dispuesto a cobrar derechos por hacer de Tío Sam.
Harto de lo que considera la pasividad de un socio dependiente y abusón, además, Trump ha respondido con amenazas de retirada de la OTAN e imposición de aranceles a productos europeos para equilibrar una balanza comercial que considera desfavorable.
Sin embargo, su actitud trasciende la mera negociación bilateral. Su acercamiento a Rusia e incluso a China, vistos tanto como competidores como socios potenciales, reconfiguran la geopolítica global y alteran el tradicional eje transatlántico. Al marginar a Europa, Trump no solo persigue ventajas económicas, sino que se libera de un lastre para favorecer los intereses estadounidenses más allá de lo políticamente correcto.
Su desprecio hacia el liderazgo europeo se refleja en su trato hacia Ucrania y su presidente, Zelenski, a quien ha calificado despectivamente. Esta postura deja a Europa en una posición de incertidumbre respecto a la guerra en Ucrania, con implicaciones directas para la seguridad continental. El escenario incluye concesiones territoriales a Rusia, explotación compartida de los recursos raros ucranianos.
El mayor motivo de preocupación para Europa es la seguridad. La amenaza de una retirada estadounidense de la OTAN plantea un desafío sin precedentes, empujando a la Unión Europea a considerar una autonomía defensiva que, aunque necesaria, resulta difícil en el contexto de divisiones políticas internas. La cumbre de urgencia convocada por Macron en París el 18 de febrero de 2025 resultó infructuosa: no se alcanzó el acuerdo de desplegar fuerzas europeas en Ucrania, evidenciando la falta de cohesión.
Mientras algunos países del Este —como Serbia, Croacia, Hungría y Eslovaquia— muestran simpatía o apoyo abierto hacia Moscú, otros muchos guardan absoluto silencio. Esta fragmentación mina la capacidad europea de responder unificada ante la presión rusa, que aprovecharía la posible retirada estadounidense para ampliar su influencia.
El imperio de Trump también se extiende a la política interna europea. El auge del populismo en Italia, Alemania, Hungría y Francia entre otros, inspirado por su estilo y discurso, alimenta nacionalismos, retóricas antiinmigración, políticas de cierre de fronteras, cuestionamiento de las instituciones multinacionales, etc. Todo ello amenaza la Unión Europea y reaviva temores de fragmentación. La historia recuerda que las dos guerras mundiales se gestaron en una Europa dividida, con rivalidades nacionalistas descontroladas. El riesgo de repetir ese escenario no puede ser subestimado.
El seguidismo de Europa y su sumisión incondicional a Estados Unidos ya no rinden ante la ambición del mandatario americano; es más, la maraña burocrática de 27 Administraciones, dentro de una UE que se limita a ser un ente económico, sin poder político real, la enfrenta a una disyuntiva histórica.
A ello se suman sus constantes contradicciones. La expansión europea hacia países del Este sin integrar a Rusia en su esfera económica debido a diferencias sobre la concepción de la democracia y el respeto de los derechos humanos contrastan con su silencio ante el genocidio sionista en Gaza.
Fuera del ámbito europeo, la política Exterior de Trump mantiene su firmeza en alianzas estratégicas con Reino Unido, Asia y Oriente Medio.
En Asia, No es nada descabellada la anexión de Taiwán a China tras un complejo reordenamiento de las cadenas de suministro de microprocesadores desde la isla hacia Estados Unidos.
Es probable que la coalición “Trump-Putin” ponga fin a los regímenes iraní y yemení opositores acérrimos del régimen sionista israelí, consolidando alianzas con Arabia Saudí bajo los Acuerdos de Abraham. Sin embargo, la propuesta de convertir Gaza en destino turístico no prosperará entre los países árabes, aliados tradicionales de Estados Unidos.
En el norte de África, la postura de Egipto sobre la crisis gazatí no deja de ser un dilema para Trump y su socio Netanyahu. Al otro extremo, Marruecos se beneficiará de una cooperación reforzada, especialmente en relación con el Sahara, retomando los proyectos pendientes, como la apertura de un consulado en Dajla. Además, se dará un paso decisivo en la resolución del conflicto ante el Consejo de Seguridad de la ONU, respaldado por el apoyo mayoritario de la comunidad internacional al plan de autonomía bajo soberanía marroquí.
Europa afronta un “fuego amigo” con pérdida, además de su defensa, de relevancia geopolítica. La lealtad transatlántica que la mantenía a lo largo de los últimos ochenta años a modo de “potencia boutique”, como la definió Macron, le obliga ahora a una mayor autonomía que pondrá a prueba su capacidad de redefinir su seguridad y su papel en el escenario global sin tutela. Caso contrario, sería un peón más en el tablero de Washington, Moscú y Pekín.
Alguien dijo que la locura es mantener por tiempo indefinido el mismo statu quo y esperar resultados diferentes. El presidente de Estados Unidos es un hombre de negocios en busca del éxito, y de un balance final fructífero que justifique su lema “Make America First Again”. Sus decisiones buscan así resultados inmediatos y beneficios tangibles para el país; y sus acciones son meras transacciones económicas que desconciertan a los expertos en Relaciones Internacionales.
Donald Trump no actúa desde la improvisación. Probablemente no conseguirá todo lo que se propone. Eso sí, su postura responde a una lógica empresarial orientada a maximizar beneficios. Analizar sus movimientos desde la teoría institucionalista de los costes de transacción (R. Coase) permite comprender que, para Trump, la política es un negocio a gran escala.