Ahora me doy cuenta de que el bulo es la frontera entre la información y la opinión. La información se debe a la veracidad de los hechos y la opinión es una expresión de la libertad de pensamiento y de la capacidad interpretativa. Ayer vi a Miguel Ángel Rodríguez interpretando un texto y a esto lo llaman fabricar un bulo. No defiendo a este señor, al que considero un hábil manipulador, pero debo reconocerle su derecho a emitir un juicio, con el que se puede discrepar, pero nunca calificarlo de mentira. Hago esta introducción para establecer una distinción entre dos cuestiones que se confunden con frecuencia, entrañando un riesgo cierto contra el derecho a pensar y a expresarnos libremente como principio democrático.
Cuando tuve responsabilidades en el mundo de la información, en el breve tiempo que estuve en la Junta de Canarias, hace ya muchos años, aprendí la diferencia que había entre estado de opinión y opinión de Estado, que eran dos cosas bien diferentes; tanto que una surgía desde abajo y la otra intentaba imponer su versión jupiterina de los hechos. Ante esa confusión seguimos ahora. Todo esto viene a cuento al ver el despliegue de comentarios que aparecen en la prensa, la amiga y la menos amiga, sobre la conmemoración de la muerte de Franco, que algunos llaman celebración. En todos veo cómo el estado de opinión se manifiesta por la inoportunidad de esta decisión del presidente del Gobierno, pero siempre, en función del medio en que se publiquen, se da una de cal y otra de arena; como lo expresado por Soledad Gallego hace unos días, que terminó sentada en el acto de inauguración, junto a Pedro Sánchez, o lo escrito hoy en El País por tres catedráticos de Historia de distintas regiones españolas, como queriendo establecer el pluralismo territorial en el debate sobre la Transición.
Diferenciar entre información y opinión y otorgarle a cada nivel su derecho y su obligación deontológica es saludable para establecer el papel de la prensa en un sistema democrático. Hacer de ello un totum revolutum es abrir las puertas a un control totalitario que entraña la tentación del pensamiento único. Entonces la opinión sería sometida a un examen de corrección que nada tiene que ver con los principios de libertad que se consagran en la Constitución. Este es uno de los más importantes deterioros que se vislumbra en la lucha, extraordinariamente tensionada por la clase partidaria, y no precisamente por los agentes de la comunicación sino por los actores directos de la escena política. Debe tratarse de una popularización del lenguaje que coincide con lo expresado en una entrevista por la reciente ganadora del premio Planeta, cuando dice que escribir solo para las élites es una estupidez. Que conste que respeto mucho lo que dice. Solo estoy aprovechando su frase como un ejemplo de algo más general. Cuando hablo del estado de opinión que intuyo sobre la celebración de la muerte de Franco, considerándola improcedente, hago hincapié en la disimilitud entre ese concepto y el de opinión de Estado, que en este caso, a todas luces, no son coincidentes. La pregunta es cuál de los dos es el que tiene más fuerza.
Si nos trasladamos a la Venezuela actual esa discusión se repite. El estado de opinión es el que se manifiesta en las calles y el que repugna a la mayoría de los países regidos por un sistema democrático. La opinión de Estado es la que mantiene una dictadura apoyada por las fuerzas armadas, la industria petrolera y las naciones que lo apadrinan ideológicamente. Luego hay, como siempre, un término medio; el del no compromiso, el del que mira para otro lado, el que pretende involucrar a la Casa Real, sacando hoy, precisamente hoy, 10 de enero, fecha prevista para la investidura de Maduro, que Felipe VI se entrevistó con Edmundo González Urrutia pero no dio la noticia. Esto es información. La opinión es hacerse la pregunta de quién le prohibió que lo hiciera y por qué lo desvela precisamente ahora.