No podía haber recibido un mensaje peor para concluir el año. Tampoco es que fuera grave, me refiero peor para un aspecto que afecta una parte ínfima de mi vida, que no influye en el balance final, a veces con saldo positivo, otras regular, sumando o restando, como las cuentas de todo el mundo.
Pero como uno -solicito indulgencia para hablar en primera persona- es un obtuso, en el término más geométrico de la palabra, consideré que era importante, y me afectó.
Resulta que acostumbro a participar a amigos y conocidos de los escritos que perpetro.
Y de pronto caí en la cuenta de que aquello que para mí podía ser una muestra de afecto, no fuese considerado de ese modo por destinatarios que juzgasen el envío como una intromisión en sus aparatos digitales, que es el lugar donde llegan los vínculos que anuncian cada nueva publicación.
No consigo definir el modo de proceder ajeno, sin embargo, me constaban algunas cosas, como por ejemplo, que a algunos lectores les gustaban mis correos y otros lo recibían con indiferencia. Intuía que podría haber gente que no los apreciaran, sin decirlo, y también a los que, de pronto, les nacieran ganas de comunicar el desagrado de forma contundente.
En esas estábamos cuando, al leer algunos comentarios respondiendo al último artículo dedicado al “Becerro Galicano”, recibí una crítica, donde un colega se animó a decir que le parecía muy malo, que se había aburrido (no dijo aburrido, sino algo más feo) muchísimo, y que a ver cuándo escribía algo interesante. Todo eso salpimentado con signos, iconos o como se llamen, y antecedentes que le conferían más rotundidad a lo que exponía.
“¡Jesús!”, dije para mis adentros, quizás influenciado por la Navidad, para mis afueras no dije nada, me limité a permanecer con el asunto mareando las meninges.Pasaron un par de días en silencio, hasta que lo rompí, ignorando que el silencio puede ser la mejor música.
“J., llevo todo el año meditando que hacer contigo, porque no entiendo si tengo que interpretar tus mensajes como si fuesen de aliento o reproche, si van cargados de una ironía singular que no termino de entender, o simplemente se conjugan con mala uva, (no escribí uva, sino el producto que se les ordeña a las vacas).
He escrito respuestas en las que te mandaba al diablo (no escribí diablo, sino otra palabra más soez con varios significados) o a la m (no escribí m, sino un tipo de deyección), según el nivel de cortisol que tenía en ese momento, pero luego los borraba, echándome la culpa de no saber interpretar tus juicios.
Podía haberme olvidado de vos (escribí vos porque estaba dirigido a un argentino), no me costaba nada quitarte de la lista de amigos con las que comparto reflexiones o "boludeces", según los distintos puntos de vista, en las que no pretendo emular a Saramago.
No lo hice hasta hoy, seguiremos hablando de lo que te interese, cuando quieras hacerlo. Si en algún momento te surgen ganas, me vas a encontrar en este lugar, pero no recibirás ningún artículo más, porque no quiero fastidiarte, (no dije fastidiarte sino algo peor), tampoco que me fastidies (no dije fastidies, sino algo peor).
¡Y la verdad, tengo que decírtelo, me has fastidiado (no dije fastidiado sino algo peor) bastante!, e intuyo más que yo a vos, porque lo mío puede ser falta de talento, ingenuidad, ignorancia para encontrar temas atractivos, etcétera, pero lo tuyo es gratuito, a cambio de no sé qué, no consigo ponerle un calificativo.
Pues nada, feliz año nuevo, sin rencores, que ya tenenos una edad…”
¿Cómo quedé después de enviarlo? La respuesta es: fatal, se me confundieron los esquemas de las culpabilidades con los reproches. Bueno, todos no, básicamente los relacionados con la escritura y su difusión.
Acto seguido fui a la lista de las personas que reciben los vínculos de publicaciones y, después de pulsar el botón derecho, ordené borrar. La máquina, que me conoce como si fuese una prolongación de mis sentires, dudó: “¿Seguro que quiere borrar a J de la lista? Cancelar o seguir.”
Y seguí, con decisión valiente, como si estuviese contratando una póliza de seguro para preservar la autoestima.
Tengo que decir, para ser honrado, que mi carta generó otra, donde J me explicaba que una cosa era una cosa y otra cosa era otra. Que “tomar el pelo” no tiene nada que ver con el “bullying”, que eso lo había aprendido de niño, para “cargar” pero sin llegar nunca a las manos, que él seguía arrastrando esa costumbre y que a veces se pasaba, sin tener en cuenta a su interlocutor. Luego entraba en otras consideraciones: “... Además, quien publica sus escritos debería estar abierto a los halagos, las críticas académicas, las pullas y las condescendencias... Yo no escribo, vos lo haces, ese es el riesgo que se asume exponiéndose. Como dijiste: tenemos una edad..."
Mis nietos, de visita para las fiestas, se dieron cuenta de mi desánimo tras la “desactivación”. Como me tienen en una altísima estima les conté lo sucedido.
El mayor, sin decir nada, agarrándome del brazo, concluyó: “Abuelo, lo que no aporta, aparta.”
¡Quedé estupefacto! Menuda filosofía, aprendida con 17 años. Yo, con otra edad que podría evidenciarse intercambiando los dígitos, todavía no lo había aprendido.