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Mirando a la actualidad sin ira

Por Julio Fajardo Sánchez
jueves 19 de diciembre de 2024, 22:24h

Una forma de pervertir a la democracia es insinuar que ésta peligra si no gobiernan los míos, con lo cual el sistema se convierte en el monopolio de una ideología. De aquí los muros, la intolerancia y la reducción del diálogo a un intercambio de descalificaciones. En este aspecto la democracia deja de ser de todos para convertirse en algo de unos pocos. Pero el problema estriba en que necesita que los otros existan, aunque solo sea para negarles la oportunidad de mostrar sus capacidades para gobernar. No es imaginable sin posibilidad de alternancia, donde unos tienen que jugar siempre el papel de oposición, sin llegar a ser el contrapoder ni el control necesario para someter a los abusos del ejercicio del mando absoluto.

La democracia es símbolo de libertad, porque una de las manifestaciones más importantes de esta es la de poder pensar y expresar los pensamientos libremente. Estos derechos no se desarrollan con claridad si nos empeñamos en dividir a nuestras opiniones en correctas o incorrectas, en función de lo que nos dicte un oráculo que actúa como guía argumental sobre nuestro comportamiento. Cuando todo se fía a la lealtad aparecen árbitros encargados de enjuiciar hasta donde llega el grado de esta supuesta virtud, sin tener en cuenta lo que esta atenta contra nuestro albedrío para formular un juicio independiente.

El debate sobre la independencia de los jueces y su sometimiento a la lealtad hacia sus ideologías obedece a la misma cuestión. Por eso la democracia consiste en la independencia de los poderes, para poder garantizar que las militancias no puedan influir en las decisiones judiciales. Lo mismo ocurre con la libertad de prensa, donde se califica de desinformación a todo aquello que no coincida con el dogma dictado por los órganos que adoctrinan a los partidos políticos.

Este escenario democrático, a todas luces imperfecto, es el que nos hace ver como cercanos a regímenes dictatoriales cuyas tendencias se confunden con el progresismo, o nos recomienda tolerar la connivencia con soluciones ultras que no tienen cabida en el marco de tolerancia que nos hemos dado. Aquí hablamos de madurez democrática cuando aún no hemos superado las diferencias que nos obligarían a poner al sistema por encima de las ideologías. Pero lo cierto es que ocurre al revés, o, al menos, parece que hemos retornado, a través de la fabricación de diversas memorias, a la situación de enfrentamiento de la que intentamos salir hace ahora cerca de cincuenta años, pero que nos resulta tan difícil dejar atrás.

Algunos lo achacan a la quiebra del bipartidismo y a la diversificación de las opciones políticas, pero, sean cualesquiera las circunstancias que nos han traído a esta parte, el panorama se ha enrarecido de tal manera que ya nadie da un duro por la democracia, sin darse cuenta de que es lo único que nos puede salvar. En 1978 yo tenía 36 años. Todos esos los viví en una dictadura y sé de lo que hablo.

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