Observo la imagen de un quirófano luminoso del Hospital Universitario Nuestra Señora de Candelaria, donde cuento a diez profesionales, de pie, formando un círculo casi perfecto en torno a algo que no consigo descubrir, pero que no puede ser otra cosa que una camilla.
La foto no habla, pero sí sugiere, que en ese lugar está sucediendo algo importante. Los profesionales, vestidos con ropa sanitaria, practican o asisten a una intervención delicada.
La instantánea resume un trabajo de cuatro horas, que era continuación de otro, iniciado en el Servicio de Obstetricia -sí, con letras mayúsculas- a las 09:42, momento en que vieron la luz dos criaturas.
El Equipo Médico y de Enfermería actuante -sí, con letras mayúsculas- sabía que el parto no era rutinario. Se trataba de practicar una cesárea a una embarazada de 33 semanas, a punto de alumbrar gemelas que compartían placenta y bolsa amniótica.
Por ese motivo, y con menos de siete meses de vida, debían nacer, pues las condiciones, en el seno materno, comenzaban a ser riesgosas para ambas.
La naturaleza, sabia, generosa, a veces errática en sus caprichos, exigía activar los protocolos obstétricos.
Por eso, en la semana 33, a las 9:42 de la mañana, tras una operación exitosa, nacieron dos niñas, recibidas por Obstetras, Matronas, Pediatras, Residentes y Enfermeros, todo un equipo mayúsculo y satisfecho.
Se trataba de un caso complicado, y de las dos niñas que nacieron, muy prematuras, delicadas, una no estaba bien.
Mientras la hermana con menos complicaciones era trasladada a la UVI Neonatal, sala dotada con avances tecnológicos y calor humano suficiente como para suplantar una matriz orgánica de verdad, la segunda seguía siendo atendida en el quirófano de Obstetricia, por especialistas del Servicio de Pediatría, sí, con letras mayúsculas.
A pesar de que sus pulmones parecían estar bien, no saturaba los gases de forma conveniente y el equipo de neonatólogos se afanaba para mantenerla con vida.
Consiguieron intubarla, instaurarle una vía, pero no mejoraba. Algunas pruebas más tardes comprobaron que padecía una anomalía seria, con nombre serio: transposición de grandes vasos.
En esta patología congénita, las arterias y venas que salen o llegan al corazón, en vez de hacerlo de forma conveniente, parecen estar jugando al escondite. De tal modo, la aorta, en vez de nacer en el ventrículo izquierdo para trasladar sangre oxigenada al resto del organismo, lo hacía desde el derecho, en dirección al pulmón.
Compitiendo en confusiones, en el ventrículo izquierdo, las arterias pulmonares se esmeraban en evitar cumplir el cometido para el que debían estar dotadas.
Todo un galimatías que requería acciones urgentes, como contar con la ayuda del Servicio de Cardiología, sí, con letras mayúsculas.
Y es en este punto cuando llegamos al momento de la foto, instante en que a los pediatras se sumó un equipo de cardiólogos y enfermeros. Su misión sería introducir un catéter desde la vena umbilical, hasta las aurículas y, una vez allí, perforar el tabique que separa la derecha de la izquierda, para conseguir que el flujo sanguíneo, anómalo, pudiese ser redireccionado, intentando disciplinar un tránsito caótico.
Todavía no dije algo, el objeto de atención: un neonato de 1.470 gramos, un "cuerpecito" que puso a correr a muchos cuerpos.
Cuando se consiguió, con esfuerzos, establecer la comunicación entre las aurículas, por fin se activó el "recurso traslado", tratando de unir el HUNSC con el Complejo Hospitalario Insular Materno Infantil de las Palmas, sí en letras mayúsculas, advertidos y avisados de lo que les tocaría operar.
El 112 se transformó en una línea virtuosa, con prolongaciones en Tenerife, Las Palmas, el helipuerto y tripulación. En tierra se estudiaban otras posibilidades, como avión medicalizado o salvamento marítimo, pues existían limitaciones para retirarle a la recién nacida un poderoso vasodilatador, el óxido nítrico, que para su administración requiere grandes aparatos.
Como si no fuesen suficientes los problemas, surgieron otros, la incapacidad del helicóptero para transportar paciente, más incubadora, más óxido nítrico, más todos los artilugios indispensables. Cuando el gas era retirado, la niña empeoraba, ¿qué hacer?
Se rediseña el plan de emergencia, se alargan intervalos de espera, llega el helicóptero.
Son ya las 19 horas, en el hospital decenas de personas permanecen "afectadas" por la onda expansiva de una enorme explosión solidaria, que persigue hacer posible lo imposible.
Piloto, asistentes, residentes, probando unos, desarmando otros, ¿y si colocamos la botella de otro modo?, ¿y si se acaba la batería?, ¿si desacoplamos...?
Las gemelas están a punto de separarse. Una continuará en cuidados intensivos neonatales en Tenerife, va a necesitar tiempo para madurar sus órganos, hacerse independiente, ella no lo sabe, pero estará bien cuidada. La otra tiene un largo camino de amenazas y complicaciones, por eso, antes de despegar el helicóptero en su viaje hacia el Materno Infantil, la madre, convaleciente, consiguió darle un beso a la distancia. No sabe cuándo podrá volver a verla.
Regreso a la foto, cuento los que están, imagino los que faltan, profesionales con batas de colores, verdes, blancas, azules, guantes y gorros, completando una jornada de esfuerzos que, finalmente, no será estéril.
Y no puedo evitar emocionarme, sacarme el sombrero por la Sanidad Pública -sí, en letras mayúsculas- y los que consiguen hacerla grande, a cambio de esfuerzos que pocas veces les son reconocidos. Sin fama, sin protagonismos, anónimos, haciendo del curar un arte para que otros vivan.
Sus entregas reconfortan, sus empeños devuelven la esperanza en la condición humana, en tiempos en que la condición es cada vez menos humana.
Son grandes, por eso los mencioné en letras mayúsculas, y saben que el futuro de sus pacientes así lo exige, para que puedan llegar a ser grandes.