Analizar la situación política te obliga a contemplar las causas que llevan a la polarización; según muchos es el estereotipo más definitorio del enfrentamiento partidario. El odio y la animadversión y el desprecio es una marca propia de esa lucha en la que nadie se libra y es ejercida por unos más que por otros. John Carlin, en su artículo de La Vanguardia, asegura que los votantes demócratas desprecian más a los republicanos, que éstos a aquellos. Seguramente porque se sienten superiores y consideran tontos a los otros. Algo de esto se da en el resto del planeta y nuestro país no se iba a quedar atrás.
Es mayor la virulencia con que la izquierda desprecia a la derecha que al revés. La izquierda se siente dueña de un monopolio de supremacía cultural que le niega a los demás votantes, que pasan por idiotas y socialmente disminuidos. Esto hace que algunas actuaciones se lleven a cabo sin tener en cuenta su adecuación a un comportamiento moral determinado, solo porque lo justifican los objetivos sacrosantos y superiores que defienden. Carlin habla de esto, y yo creo que tiene razón. Lo malo es que se la juega y se arriesga a que lo metan en el saco de los incapaces.
Después está la otra izquierda, la que se pelea y hace de la política una vendetta permanente. Está embotada por un exceso de dogmatismo que se enfrenta a las necesidades de una cierta praxis, y así acaban al garrotazo exhibiendo quién tiene más autoridad moral en las cosas que plantea. Es la lucha de los Errejones, los Iglesias y las Yolandas, donde las facas no se esconden en las faltriqueras y se sacan a relucir a la primera de cambio. Luego existe una sociedad mayoritaria y paciente que pasa de estos temas y prefiere no enfrascarse en luchas inútiles. Es la que no sabe por qué las minorías las meten en guerras que no son las suyas. Esto último lo dice Lola García, también en La Vanguardia.
Lo que cuentan dos experimentados periodistas es lo que yo mismo vengo deduciendo desde hace tiempo. Cada vez que me asomo al panorama de las tertulias y los debates en las redes compruebo que esto que me dicen es cierto. El sentido común me dice que es mayor el desprecio que siente el que se cree listo por el tonto, que la reacción que éste último puede sufrir al sentirse despreciado. Es una cuestión de clases, que no se corresponde con la auténtica diferencia de las clases que cada cual defiende.
John Carlin no dice que le guste Donald Trump, dice lo que dice; y Lola García tampoco asegura que le agrada la izquierda romántica, a la izquierda de la izquierda, pero esto no significa que afirme lo contrario. Ambos reflejan una situación que define más a la psicología de las masas que a los comportamientos militantes. Unos tienen la verdad en el bolsillo, o creen tenerla, y a otros se les niega esa posibilidad. Esto es lo que hay. Ocurre en todos los ámbitos y algunos lo llaman polarización.