Una reflexión, redactada con muy pocas palabras, me renovó la advertencia acerca de lo poco que sé, y el grandísimo horizonte de saber que parece alejarse cada vez más.
No obstante, con la vana ilusión de alcanzarlo, mis horas transcurres entreveradas con apuntes donde aparecen nombres, referencias o acciones, algunas para ser emuladas, otras criticadas o compartidas.
De allí que una nota, originada en un corresponsal motivador, me recordó el nombre de un filósofo que debería haber tenido presente: Michel Serres.
Y ya se sabe, en los mapas de la mente, lo que no termina de ser familiar limita con el grandísimo mundo de lo desconocido.
Siempre supe que los territorios del conocimiento, olvido e ignorancia podían habitarse de forma complementaria, y que el flujo de esa migración constante, de una a otra instancia, podía ir, regresar o quedarse a cambio de presentar solo un pasaporte: el de la curiosidad.
Dicho lo dicho, terminé de leer lo que me envió mi amigo y me faltó tiempo para acudir a las fuentes del saber.
Debo confesar que me superó el nivel del filósofo francés, quien intentó, a lo largo de su vida profesional, integrar conocimientos, interconectando -al menos eso es lo que interpreté- a los sistemas con los seres humanos.
En sus textos sostenía que el universo está íntegramente conectado, desde la partícula más diminuta a los sistemas más complejos, quedando ambos subordinados en sus relaciones y propiedades.
También se aplicó a estudiar la importancia de las comunicaciones, indispensable en la construcción del conocimiento y la creación de vínculos sociales.
¡Lo que tiene que haber estrujado sus meninges este autor para entender las complicaciones y complejidad de este mundo que, más que conectado, parece estar perpetuamente enchufado a parlantes que vociferan!
En los trabajos a los que accedí se mencionan sus contribuciones al mundo de las ciencias y la tecnología, prestigiando a la hoy casi ausente ética, que debería ser imprescindible, para establecer una correcta relación entre ambas.
Insistió en la necesidad de cuidar el medioambiente y establecer una relación más sostenible con la naturaleza.
Hasta allí, más o menos, interpretaba la mayoría de las propuestas del filósofo, hasta que accedí a un análisis de lo que significó para él un concepto médico como la parasitología.
Me sorprendió esa “... relación simbiótica, a menudo asimétrica, entre dos entidades, que puede ser beneficiosa para una de las partes y perjudicial para la otra, o incluso beneficiosa para ambas. Sin embargo, lo que caracteriza a esta relación es la interdependencia y la transformación mutua que experimentan los involucrados."
Insistía en que "El parásito es un ser que se alimenta de otro, pero que al mismo tiempo lo transforma y lo enriquece, convirtiéndose en símbolo de creatividad e innovación, capaz de generar nuevas formas de vida y pensamiento.
Aclaraba que en filosofía nada es definitivo, ni siquiera el concepto de la muerte, por eso todas las implicaciones filosóficas eran susceptibles de ser criticadas o utilizadas.
Así, algunos lo hacían para estudiar la globalización, entendida como una red de relaciones parasitarias, donde los países más poderosos explotan a los más débiles.
O también en las crisis ecológica, donde la relación parasitaria se establece entre el ser humano y la naturaleza, y en la desigualdad social.
El objetivo: analizar las relaciones de poder, la interdependencia para identificar la causa profunda de los problemas y buscar las soluciones más justas y sostenibles.
Vale, hasta aquí, el rigor del filósofo, escuetamente redactado, con la insolvencia propia de un lego en la materia.
Lo que sí pude entender, perfectamente, fue lo que me llevó a indagar más en ese hombre, el mismo que llegó a formular.
"Si usted tiene un pan y yo tengo un euro, y yo voy y le compro el pan, yo tendré un pan y usted un euro, y verá un equilibrio en ese intercambio, esto es, A tiene un euro y B tiene pan, y a la inversa, B tiene el pan y A el euro.
Este es, pues, un equilibrio perfecto.
Pero si usted tiene un soneto de Verlaine, o el teorema de Pitágoras, y yo no tengo nada, y usted me los enseña, al final de ese intercambio yo tendré el soneto y el teorema, pero usted los habrá conservado.
En el primer caso, hay equilibrio, eso es mercancía.
En el segundo, hay crecimiento. Eso es cultura.”
Aunque se olvide, aunque se ignore y quede la curiosidad como capacidad para indagar, seguirá siendo cultura.
Estará en los repositorios, en la nube, en los libros, y seguirá siendo cultura, quizás dormida, hasta que alguien la despierte con una reflexión que haga pensar.