Estábamos navegando con una amiga a bordo de un barco repleto de innovaciones impresionantes, que le permitían, según los folletos, ahorrar un 20 % de energía.
A pesar de que una intensa lluvia nos impedía ver bien los detalles exteriores, podíamos leer el nombre, extranjero, porque estábamos en Lucerna.
Sería largo precisar qué pintábamos en ese sitio; para los objetos de este escrito debería bastar que habíamos zarpado puntualmente, algo exigido en un país donde los relojes controlan los horarios como si toda la actividad fuese un cu-cu.
Llovía tanto que los viajeros, nosotros también, llegamos a la terminal con los deseos empapados, con muchas ganas de guarecernos de una ruta turística que estaba resultando bastante húmeda.
Afortunadamente, la tempestad fue mejor tolerada gracias a un buen taxista que nos recogió en el hotel y nos trasladó, con solvencia, al lugar de donde saldría el barco.
Nuestro destino era la ciudad de Flüelen, donde esperaba un tren panorámico que nos llevaría a Lugano.
Sabíamos la hora de partida, 14:09, también la de llegada, 16:41, lo que no sabíamos eran los pasos intermedios, enredados en un galimatías desde hacía varios días, porque después de haber visitado museos, iglesias, monumentos, el único idioma que resonaba en nuestros oídos era el alemán, del que no entendíamos ni papa. Bueno, papa, sí, ¿kartoffen?, lo único.
Lo cierto es que llovía, mucho, y a las 09:30 estábamos en el muelle número 1. A las 10:20 el barco liberaría amarras, según un cronograma de color amarillo que dejaba señalada la hora del arribo 13:00, con tiempo suficiente para ir a la estación de trenes donde esperaba la gran máquina, capaz de sumergirnos en las entrañas del túnel de San Gotardo.
Llegamos pronto, la plaza estaba desierta, pero al rato la gente colapsó el remedo de muelle, todos escurriendo cambio climático y caras de estupefacción, hablando alto, alternando idiomas y empujando en alemán, francés, chino, japonés e hindi. Cosa extraña, ningún español, y más extraña todavía, ningún argentino.
Una señora que atendía la ventanilla nos dijo que nuestra salida no era esa, sino otra a las 11:20 y que, en caso de embarcar, tendríamos que portar nosotros mismos las maletas.
Pues nada, arriba con los bultos, accediendo casi los últimos, tan últimos que cuando llegamos no teníamos sitio donde sentarnos. Por suerte, una familia nos invitó a compartir mesa. Alrededor un mundo, buscando sitio, aparcados cerca de una ventana, deambulando por aquí y por allá.
Acostumbrado a las precauciones, sobre todo cuando el mal tiempo lo aconseja, me puse a buscar el sitio de los botes y de los chalecos salvavidas, con empeño frustrado.
Le comenté a mi acompañante que no me parecían normales esas ausencias, y me respondió con una sonrisa que, sin decir nada, decía: “Usted siempre es el mismo, capaz de transformar un buen momento en…”
Para no romper el encanto, dije en voz alta: "… es posible que el lago no sea profundo, además, la costa no parece lejos".
Lo que estaba consiguiendo era mentirme a mí mismo. Sabía que el lago de Lucerna era como era, con profundidades máximas de 200 metros, en fin, conocía cifras, distancias, algunas inquietantes.
Para tranquilizarme, inicié un ejercicio mental, analizando conceptos como el de la insumergibilidad, ampliamente demostrado con el teorema de Titanic y también en la eficiencia superlativa.
Las certezas me trasladaron a valores seguros como la excelencia material, la vanguardia en el diseño, incluso a la bolsa de valores y el secreto bancario. En síntesis, me di un paseo por lo mejor de la economía, el bienestar y la seguridad de los cantones.
Pero no me convencí, al llegar a un punto intermedio, el puerto de Visnau, el barco, igual me lo pareció, se empezó a mover algo más.
La ansiedad por los botes, la distancia a la costa, me recordó que estaba preocupado, justo en el momento en que se sentó en un sillón, casi encima de la persona que acababa de dejarlo libre, un señor con un perro enorme, marrón, de raza incierta pero enorme.
Pensando en que el animal sabría nadar y con tamaño suficiente como para remolcar a varios, me dispuse a demostrar mis bemoles relacionados con la navegación segura.
Como la capacidad del navío parecía desbordada, pregunté por los botes a un empleado de la naviera.
No entendió la cuestión, la cambié por salvavidas, tampoco. Entonces, aplicándome a cursos de inglés nunca aprobados, insistí: “¿Qué pasaría si ocurriese un accidente? ¿Cómo bajarían los que subieron, o subirían los que bajaron, por esas escaleras tan complicadas?”
El marinero suizo puso una cara donde mezclaba desprecio con incredulidad: “An accident?”
Aseguró que no había accidentes, y que en caso de haberlos llamarían a la policía y a las ayudas que acudirían de forma inmediata. Se marchó mascullando "An accident...", al tiempo que movía la cabeza de babor a estribor.
No pude decirle que en el centro donde trabajo, mucho más pequeño que su embarcación sofisticada, hay 7 extintores, flechas fosforescentes para anunciar las salidas de emergencia, luces de seguridad, botiquines de urgencias y ensayos obligatorios para desalojar las instalaciones, que por cierto, solo tienen dos puertas.
Me quedé con un interrogante, navegando entre las dudas: ¿cómo hacen los suizos para no salir nunca en las noticias?