Puigdemont aparece con un gato. Se pasea por el césped, como si estuviera deliberando asuntos trascendentes, mientras el gato se acerca con la cola levantada igual que el trole de un tranvía. Me interesa esta imagen que pretende reproducir la idea del seny, reservado para los grandes temas, emulando a De Gaulle retirado en su residencia de Colombey des deux eglises, a donde lo iba a visitar Henry Kissinger o el pueblo de Francia lo reclamaba cuando las cosas se ponían difíciles. Estoy viendo en la tele a gente que afirma que Puigdemont está acabado, que ya no existe. Ese es el argumento que ayuda a convencer de que el procés ha sido finiquitado y que todo el sacrificio democrático se ha llevado a cabo para la normalización y no para mantener a un Gobierno en Madrid.
Puigdemont ha elegido a un gato, un animal del que se dice que tiene siete vidas, para simbolizar el alcance de su continuidad. Un gato es un animal clave en un relato cuando se trata de acreditar la fama y el prestigio del hijo de un molinero, convertido de la noche a la mañana en el marqués de Carabás. El gato, en este caso, lleva botas y es rápido y astuto. El gato con botas es capaz de crear una mentira que lleva al éxito absoluto. Un gato se puede convertir en un padrino, en un protector extraordinario, un conseguidor y un falsificador. No aseguro que el gato de Puigdemont sea esto, pero en el ámbito en que se desenvuelven los acontecimientos abundan estos seres que siempre caen de pie aunque se desplomen de un edificio de diez plantas.
Todas estas reflexiones me las provoca ver a Puigdemont acariciando a un gato vulgar en medio de un jardín donde medita su próxima actuación como si fuera un personaje de la escuela peripatética, que etimológicamente no significa que esté alrededor del patetismo, pero casi. Es recomendable recordar también que un gato es un artilugio capaz de elevar cosas de peso exagerado en comparación con su volumen.