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Melchor Rodríguez García

Por Daniel Molini Dezotti
sábado 10 de agosto de 2024, 11:20h

Una placa de honores, quizás demasiado alta para reclamar interés, pero no tanto como para pasar desapercibida, me llamó la atención.

La había instalado en ese sitio, de la calle Santo Tomás de Aquino, el Ayuntamiento de Alcalá de Henares, dedicada a uno de sus hijos ilustre.

“En este lugar, el 8 de diciembre de 1936, Melchor Rodríguez García, Director General de Prisiones, en cumplimiento de su cargo, de la legalidad republicana y siguiendo sus principios anarquistas, evitó el asalto a la prisión de Alcalá de Henares tras un bombardeo de la aviación sublevada, salvando con ello la vida a más de 1532 personas recluidas.”

Demás está decir que lo que acababa de leer despertó todas mis curiosidades, no conocía al buen señor, tampoco la heroicidad de sus actos, y me quedé pensando en la cita que prestigiaba la referencia: “Se puede morir por las ideas, nunca matar.”

Nada más llegar al Parador Nacional vecino, donde estaba alojado, se me despertaron las ganas de conocer más sobre la epopeya.

A lo primero que accedí fue a la biografía de don Melchor, persona de origen humilde, nacido en Sevilla el 30 de mayo de 1893.

Siendo muy joven, y trabajando en distintos rubros, pronto se vio involucrado en luchas que alentaban ideales de justicia, militando en sindicatos y en movimientos anarquistas.

“Gracias” al “mérito” de sus protestas y reivindicaciones fue encarcelado varias veces y la privación de la libertad le permitió conocer un mundo, el de las cárceles, al que en el futuro dedicaría mucho de su tiempo.

Según las crónicas, durante la guerra civil española se desempeñó como Delegado Especial de Prisiones en Madrid, abogando, en épocas de violencia y represalias, por el respeto a la vida y los derechos de los cautivos, sin importar su filiación política.

Y así llegamos a su intervención más notable, en diciembre de 1936, cuando, según los documentos que lo refrendan, impidió un desastre en la cárcel de Alcalá de Henares, salvando la vida de numerosos presos, incluidos políticos y militares del bando nacional.

Todo sucedió tras un bombardeo de la aviación, que causó enormes daños materiales y muchas víctimas civiles entre la población republicana.

La furia consiguiente, y los deseos de represalias de los milicianos en contra de los detenidos, a quienes consideraban enemigos del pueblo, requirió la intervención de nuestro protagonista, a quien la posteridad reconoció como persona de bien.

En su libro “El ángel rojo”, Alfonso Domingo pone en boca de Melchor Rodríguez su alegato para impedir la masacre: “Matadme si queréis, Matadme, pues siempre haré igual. Nosotros no podemos ser como ellos. Si no, no merece la pena sobrevivir a esta guerra, ¿qué sociedad vamos a construir después de la victoria, si somos igual de asesinos que ellos? ...Siempre me he opuesto a que se matara a los presos. Por las ideas se puede morir, pero nunca matar por ellas.”

Ya había demostrado sus convicciones antes, subordinado al ministro de Justicia García Oliver, y jugándose la vida para detener purgas y “paseos” de las cárceles madrileñas.

Al concluir la guerra civil, en 1939, Melchor Rodríguez fue arrestado y, tras ser sometido a juicio, encarcelado. Muchos de los prisioneros a quienes había salvado testificaron en su favor.

Intelectuales, políticos, militares, periodistas se significaron en su defensa, a pesar de ello pasó varios años en prisión, cumpliendo cinco de los veinte a los que había sido condenado.

Falleció el 14 de febrero de 1972, y su entierro congregó a anarquistas y miembros del régimen en un caso singular en la historia, donde por una vez los extremos y las ideologías se acercaron para dejar sitio a una referencia póstuma, la de un legado humanitario de una persona capaz de morir por una idea, pero nunca de matar por ella.

En tiempos de gravísimas tribulaciones y extremismos, encontrar ejemplos que nos devuelvan el coraje, el valor de la solidaridad, el estímulo para compadecernos por los demás, es de agradecer.

De allí la importancia de reconocerlos, tributarles honores, hacerlos trascender a las nuevas generaciones, para continuar manteniéndolos cerca, a nuestro lado, y que no nos parezcan lejanos los ideales que defendieron.

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