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900 x 1

Por Daniel Molini Dezotti
sábado 13 de julio de 2024, 11:56h

Después de regresar de un viaje, tras dejar las maletas en la habitación, me encaminé hacia la cocina, dispuesto a concretar una operación que había decidido el día anterior.

Necesitaría subirme a una silla, para llegar de ese modo hasta el sitio donde colgaba una cerámica con una inscripción azul, que mi esposa adquirió cierto día frente al convento de Santo Domingo de Silos, asegurando: “No necesito Google, mi marido lo sabe todo.”

Casi en forma secreta ella se hizo con el recuerdo, para exponerlo luego en un lugar visible, quizás para orgullo o tal vez ¿escarnio?, de mis presuntos conocimientos, que ya, para ser sincero, no asombran ni a mis nietos.

Por supuesto, nunca presumí del cartel, sabía que era una broma con intenciones "aviesas", pero al final, tras verlo a lo largo de lustros, fui creyendo que, quizás, con el tiempo pudiese llegar a ser merecedor de, al menos, parte del enunciado.

Nada más lejos de la realidad, la revelación de lo que estaba a punto de hacer se inició en Alcalá de Henares, frente a la iglesia de Santa María la Mayor. Mejor sería decir donde estuvo la construcción hasta convertirse en ruinas primero y plaza después, bombardeada durante la guerra civil por beligerantes violentos con empacho de metralla.

Mientras esperábamos la llegada del guía, nos entretuvimos en la Oficina de Turismo, instalada en la Capilla del Oidor, donde se custodia, restaurada, la pila bautismal de don Miguel de Cervantes.

Nos dio tiempo para sorprendernos por el entorno, la belleza de campanarios que escaparon al fuego de la Legión Cóndor, ocupados por nidos y parejas de cigüeñas, crotoreando sus ganas de vivir, ya definitivamente, en la ciudad, como si los rigores de emigrar fuesen obligaciones de otros tiempos.

Cuando llegó el experto, que nos acompañaría durante dos horas y media con su sapiencia y buen hacer, inició su discurso abordando aspectos históricos de la ciudad y su gente. Fue entonces cuando me di cuenta de que mis conocimientos eran indignos de figurar en ningún cuadro escrito en azul, mucho menos en la cocina de casa a la vista de muchos.

Un momento antes nos habían entregado un opúsculo con un título novedoso para mí, reafirmando la ignorancia patrimonial: “Breve Historia de la Sociedad de Condueños”.

Nuestro acompañante nos fue describiendo la maravillosa Alcalá, a la que el Cardenal Cisneros consiguió dotar de arte, arquitectura y sapiencia, y que, siglos después del esplendor, por culpa de políticos y mandatarios que no debieron ostentar cargos, decayó a límites lamentables.

Tanto fueron los desastres que varios edificios de la Universidad cayeron en manos del Conde Francisco Javier de Quinto, un sujeto repleto de títulos nobiliarios, con menos sensibilidad que un canto rodado, ambiciones desmedidas y propietario de un sentido depredador digno de Atila.

Al ver que los mármoles, que configuraban magistrales fachadas, así como los tesoros, eran esquilmados, un grupo de vecinos patriotas se reunió en una Sociedad de Condueños, para comprarle a ese antropoide lo que todavía quedaba en pie.

Claustros convertidos en almacenes, iglesias abandonadas que se usaban como caballerizas, galerías dedicadas a la cría de gusanos, claustros vandalizados, por ejemplo, donde hoy se entregan los Premios Cervantes.

En el artículo de la semana pasada intentaba calcular cuántas personas dignas podrían contrarrestar una mala, y en Alcalá hicieron falta 900 para desactivar a aquel “campeón" de los desastres.

Casi encendido, nuestro informador nos contó que el bellaco, que por lo visto se llevaba demasiado bien con la reina Isabel II, de vida poco virtuosa, le confirió el título de conde por algún merecimiento que tendría.

El contrato de venta de los edificios históricos a la Sociedad de Condueños tuvo una cuantía de 90.000,

reales y esa transacción fue fundamental para evitar la desaparición de los inmuebles.

El libro que nos regalaron, del autor Jesús Fernández Majolero, describe la sociedad, el modo en que se formó, el objeto para recuperar los tesoros que el gobierno había cedido previamente a particulares, quienes los vendieron o maltrataron, sin importar ediciones valiosísimas, retablos, balcones. Tanto se esmeraron los desaprensivos, que sus nombres, seguro, figuran en las salas dedicadas a la ignominia en el infierno: Joaquín Alcober, Joaquín Cortés, y finalmente Francisco Javier de Quinto.

La gente común, ante el rumor de que se pretendía derribar un arco tradicional, se organizó, para comprar, en 1850, la manzana que contenía los mejores edificios.

De tal forma, imprimieron 900 láminas que se vendían a 100 reales: “no para lograr intereses pecuniarios ni otros ruines y mezquinos, sino el muy Noble, Grande y Natural, que no desapareciera una obra digna de conservar la Gloria de la Nación”.

Fueron 90000 reales que se entregaron a un tipejo rico, de parte de gente que vivía en una economía depauperada, y con voluntarios firmando con una cruz, porque no sabían leer ni escribir, consiguiendo con eso redactar páginas gloriosas de la generosidad, en tiempos en que un jornalero, por ejemplo, ganaba de 4 a 6 reales por día.

Me encantó la historia que no conocía, y creo que debería ser un ejemplo para organizarnos en el presente. Si antes, en 1850, se necesitaban novecientas almas para enfrentarse a un desalmado, quizás ahora, con héroes como aquellos, podríamos hacer más.

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