Antes me sentaba ante un folio en blanco, lo iba a comprar a la papelería, veía a la chica que me lo despachaba y luego esperaba con la estilográfica en la mano a que me viniera algo a la cabeza para empezara escribir. Ahora hago lo mismo con el ordenador, compro el papel y la tinta en el híper y cada vez la cajera es distinta. Me encandila la luminosidad de la pantalla y veo como una culebrilla negra va avanzando hasta llenar la página. Siempre llega a la dimensión en la que tengo que parar. No sé si es suficiente para exponer la idea. A veces estoy dando rodeos hasta terminar con la conclusión. No digo nada, pero aparento decir algo. Ese es el secreto de una escritura que pretende pasar por automática y fresca.
En realidad todo está pensado. En ocasiones para sorprender y en otras para sorprenderme. Decimos que tiene algo de mágico este proceso. Lo cierto es que nada de lo que sale de nuestro cerebro lo es. El milagro está en que alguien lo lea y lo comparta; lo haga suyo, comulgue con lo que dices en ese extraño sortilegio que se llama comunicación y que es tan difícil de conseguir. No hablo de convencer ni de esa coincidencia etimológica que asimila el verbo a ganar una batalla en colaboración con alguien. No se trata de eso. Es más bien un acercamiento abriendo las puertas de la intimidad, si es que eso se puede hacer sin reparo. Pretendo transmitir impresiones para que los que las lean le añadan sus propias digestiones intelectuales. Toda esta perorata no sé a dónde me llevará. Seguramente a una idea que podría haber desarrollado en dos renglones. Pero la página blanca y solitaria del Word me tienta a extenderme.
Ahora recuerdo que Jesús contaba historias cortas para ilustrar su mensaje de bondad y justicia. Lo hacía de manera amable, sin que se notara, y las conclusiones se iban asentando lentamente en los que le escuchaban. No pretendía provocar un compromiso, solo derramar una música suave para apaciguar a los espíritus inquietos. En el fondo, todos somos espíritus inquietos. Decía García Márquez que el único deber que obliga al escritor es hacerlo bien. Quizá esto que estoy haciendo es exponer las piezas de un puzle para que otros lo armen. Huyo por todos los medios de una intención didáctica, aunque algunas veces no me puedo quitar de encima ese tufillo panfletario de cuando cantaba. José Hernández, en su Martín Fierro dice: “Recuerden si son cantores el cantar con sentimiento. No tiemplen el instrumento por solo el gusto de hablar y acostúmbrense a cantar en cosas de fundamento. Yo he conocido cantores que era un gusto el escuchar, mas no quieren opinar y se divierten cantando, pero yo canto opinando que es mi modo de cantar”.
Hablar, escribir o cantar, qué más da, merece la pena aunque no haya nadie dispuesto a escucharte. Luego está el desorden de la divagación. la divagación calculada, que es la manera más parecida a como pensamos. Luego la lógica se encargará de ordenar aquello que aparentemente nace suelto y sin premeditación. Nadie sabe cómo funciona nuestro cerebro. Solo se aceptan nuestras reflexiones si coinciden con las de un elevado número de personas, por eso corren el riesgo de sumergirse en el pantano de la mediocridad.
Ya llegué al final. Dije lo que tenía que decir y no dije nada. Y así cada día.