A veces el destino se comporta como una entelequia, no en la acepción que define al término como algo irreal, sino en el otro significado, que describe, desde épocas de grandes filósofos, el desarrollo de las potencialidades que dotan al ser, con el objetivo de alcanzar el estado de perfección.
En esto pensaba el domingo pasado, sentado en la sala de espera de una clínica veterinaria, a la que había llegado con mi esposa, por culpa de un accidente doméstico propiciado por un perrito voraz, que tras ingerir algo indebido sufrió la primera incidencia grave de su vida.
La recepción estaba repleta de gente y mascotas esperando, disciplinados a un cartel que explicaba que la atención sería ordenada de acuerdo a un triaje según la gravedad, y que era posible que alguien llegado a último momento pudiese ser visto antes por los profesionales.
Tras explicar el caso, nuestro paciente fue sometido a maniobras varias para ser devuelto a su estado natural. Para eso fueron necesarias un par de horas, así que me entretuve observando lo que acontecía en derredor, la competencia del personal, el perfil -coincidente- de quienes aguardaban, abrigando a sus mascotas, calmos, sin inmutarse frente a ladridos u otras inconveniencias.
De pronto entró una joven mimando a un animalito, casi animalote por su tamaño, recogido según sus palabras en una plaza de La Laguna. Accedía al centro para averiguar si tenía algún chip que identificara a su propietario. Pero claro, su situación no era urgente, por lo que debió esperar lo suyo hasta que la lectura del artilugio determinó que tenía un dueño, que fue llamado inmediatamente para informar lo sucedido.
Con la dirección puesta en su brújula, la joven samaritana se encaminó para entregar la mascota a sus amos, ayudando a que el destino de perro pudiese seguir desarrollándose, quizás hasta llegar al último grado de la entelequia, si es que los animales pueden también alcanzar esos atributos.
Podría ser, porque me acordé de algo que leí alguna vez sobre las bellotas, cuya entelequia es convertirse, cuando persiste en el objetivo de alcanzar su máximo potencial, en roble.
Como en la clínica la cosa se demoraba, revisando bolsillos encontré una carta en la que un niño precioso, de nombre Elián, enfermito gravemente desde el minuto uno de su nacimiento, expresaba, con voz de progenitores emocionados: “¡Gracias! Mi gratitud es lo que tengo para devolver lo que me regalaste durante este momento tan importante. Estará siempre presente en mí cada momento en que me apoyaste en tiempos de enfermedad. El mejor regalo que he recibido es contar contigo mientras recuperaba mi salud."
Es posible, que lo sucedido con este niño sea motivo de otro artículo, pero en el de hoy persigo aplicar el par de neuronas que me queda activo, en el errático intento de vincular la esencia de los seres vivos. Quizás no de todos, sino de aquellos que se comportan con virtuosismo, manteniendo el mismo grado de compromiso de nuestros ancestros, los mejores, los que descubrieron que los objetivos de la perfección nunca se alcanzan solos, sino que requieren el concurso de otras criaturas que ofrecen protección, apoyo, cuidados, defensa, disposición, cooperación, asistencia.
Me sumergí en las dos historias, ejemplos perfectos de cuidados mutuos, los mismos que se verifican en hospitales, comedores solidarios, casas de acogida, refugios, que demuestran que la pugna entre compasión o indiferencia, o el resto de las batallas que se libran entre lo peor y lo mejor, casi siempre, pero no siempre, la ganan los mismos.
El argumento de que el altruismo, como supremo valor moral, es una fuerza con poder suficiente para contagiar a otros, me infectó hasta tal punto que casi exploto. De pronto imaginé que el "boom" de las buenas acciones contagiaba a otros, multiplicándose a modo de nueva pandemia, resistente a todas las vacunas, a todos los perversos, en un mundo conectado con buenos sentimientos, comprensivo, capaz de construir y mantener sociedades justas.
Intoxicado de entusiasmo imaginé regimientos de bondadosos defendiendo a congéneres, alentando la paz, la verdad, la protección del medioambiente, como si fuese un grandísimo negocio, un programa de realidad de éxito terrible, más rentable que los réditos de cualquier multinacional, a pesar de no obtener beneficios, porque los mejores accionistas que invierten en estas “empresas”, no necesitan premios.
Nadie pudo demostrar todavía la cantidad de buenos que se necesitan para contrarrestar a un solo malo, pero la experiencia dice que bastantes, de allí que la militancia en acciones justas, compasivas es indispensable, así como recordar que cada persona tiene el potencial de participar, a través de sus acciones y actitudes hasta alcanzar la perfección, lugar donde reside, también lo decían los antiguos filósofos, la felicidad.