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Elogio de lo digital

Por Julio Fajardo Sánchez
sábado 29 de junio de 2024, 17:02h

Lo digital y lo inalámbrico no han conseguido imponerse en el mundo de los mensajes refinados. Todavía son denostados por no tener la calidad exclusiva de lo clásico. Son como los intentos de sustitución del vidrio exquisito de las vitrinas por el duralex, o de la porcelana inglesa por el plástico y otros sucedáneos menos refinados. Conozco a personas que todavía se niegan a enviar un whatsapp o un e-mail y se refugian en las cartas perfumadas del siglo XIX. Dicen que son más íntimas y personales.

El teclado táctil es traidor y el corrector más aún. La inteligencia artificial no se ha perfeccionado y nos puede chafar una buena escritura poniendo algo de su cosecha, pero lo que parece claro es que la nueva avalancha tecnológica no encuentra nada que se le resista, y hasta los más recalcitrantes acabarán entrando por el aro. En esto de la comunicación literaria el rechazo a lo nuevo es mayor, aunque se trate de una defensa de postureo de las formas antiguas.

Yo uso las redes sin reparo, a riesgo de la crítica de los puristas, pero ya estamos acostumbrados a eso. Cuando se cambiaron los gustos estéticos, a mitad del siglo XIX, el mundo también estaba dando una respuesta a una revolución tecnológica, y Baudelaire y los suyos se apresuraron a dar el carpetazo al gusto impuesto por los Salones y las Academias. Ahora el salto es más inconmensurable, si cabe, y hay gente que no entiende cierto videoarte y las instalaciones con mensajes complicados y difíciles de transmitir. También es cierto que te arriesgas a que te den gato por liebre y que todo se convierta en el paraíso para los mediocres oportunistas, pero eso no quita para que las nuevas autopistas de la información sean utilizadas con el fin de enviar productos sublimes a personas que antes estaban limitadas a su acceso.

Yo no me corto un pelo en escribir en Facebook cada día. Ya sé que comparto ese espacio con desalmados, insultadores, fanáticos e ignorantes y eso no es óbice para considerar el enorme poder que tienen esos nuevos soportes. El no aceptarlo así supone seguir pensando que el arte o la creación literaria deben pertenecer a un ambiente elitista y cerrado, separándose del consumo masivo de la vulgaridad. Yo he sido un practicante de la llamada cultura popular y me niego a aceptar que la que no lo es tanga que estar conservada entre algodones.

Popular era Lorca, que descendía al lenguaje de la copla, o Rafael de León que la elevaba a la categoría del mejor relato poético. Qué diferencia existe entre un disco de vinilo, o una cinta vendida en una gasolinera y un libro encuadernado en seda para decorar la librería de un lector que nunca lo va a leer. Es más auténtico lo primero, como lo es admitir que se llega más lejos con Spotify que presentando el producto en un sótano underground, solo para entendidos. Yo apuesto por lo nuevo y no se me caen los anillos por usar el teclado cada mañana para comunicarme. Tengo algunos libros impresos en papel, y muchos más en las estanterías, pero hace años que compro las versiones Kindle y tengo la biblioteca petada.

Descubrí los libros leídos cuando mi desprendimiento de retina, y oía coches pasar por una autopista, niños llorando y perros ladrando mientras una voz sudamericana me leía las Cartas a un joven poeta de Reiner María Rilke. Todo cambia y tenemos que aceptarlo así, y la verdad no es solo la que viene en las páginas de Alfaguara. La verdad, aunque nos resulte más difícil descubrirla, se ha convertido en inalámbrica y en digital para disgusto de los que voluntariamente, por un prurito de equivocada decencia, se van quedando atrás como Penélope, condenada al andén con sus zapatos de tacón y su bolso de color marrón.

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