A fuerza de haberlo recorrido durante tantos años, partiendo desde la calle Ramón y Cajal hacia la Avenida 3 de Mayo o viceversa, podría haberlos contado.
Nunca lo hice, lo que sí aseguro es que, de extremo a extremo, no sé si de norte a sur o de este a oeste, porque siempre tuve problemas con los objetivos y los puntos cardinales, son numerosos y están desperdigados, como huellas indelebles de lo que pretenden demostrar.
Me refiero a los candados, sujetos a las barandillas del puente Galcerán, hito arquitectónico que, desde el año 1928, une barrios del Santa Cruz de Tenerife, con la vocación de transformar el barranco de Santos en un paisaje sorprendente, más que impedimento para que los vecinos consigan abrazarse.
Siempre me pregunté el origen de esa costumbre de colgar candados en los puentes, incluso llegué a imaginar parejas sellando amor eterno, poniéndole llaves a lealtades y afectos en un lugar donde la intemperie y los deterioros, a lo que somete el tiempo a la materia, pudiese pasarles factura.
Y si eso le ocurra al bronce o al acero, ¿qué no podría suceder con los sentimientos?, mucho más vulnerables.
No obstante, llámese tradición o moda, la costumbre de exhibir pasión explotó en los puentes, mixturando muestras de cariño con cerrojos, en cantidades industriales.
Alguna vez leí en la prensa que un puente de París amenazaba daños irreparables por culpa del peso de tantas promesas, y eso me alentó a investigar el origen del extraño hábito, pero no llegué a ninguna conclusión.
Las versiones, encontradas, eran muchas, de distintas culturas y épocas, con atribuciones a legionarios romanos enamorados, guerreros contemporáneos en marcha hacia batallas lamentables o incluso atribuciones literarias, en fin, como decía, nada concluyente.
Precisamente todo esto comentábamos con una antigua amiga, que cumplía por esos días un aniversario señalado con todas las letras, ni más ni menos que 50 años de casada, con alguien a quien conozco bien, pero no tanto como a mi amiga.
No sé la razón, quizás fuese simple impertinencia, falta de reflexión, automatismo atropellado o algo parecido, se me ocurrió sugerirle que colocase un buen candado, enorme, en el puente Galcerán, porque podría ser representativa la demostración de una relación duradera, de oro, como las bodas que estaba a punto de festejar.
No le hizo gracia, tampoco se ofendió, pero su esposo, al enterarse, sonrió para sus adentros, una forma extraña que me impidió saber si estaba de acuerdo o se resistía.
Muchos textos se escribieron gracias a las coincidencias, muchos más por culpa de las casualidades, y justo a la mañana siguiente, mientras transcurría sobre el puente, pensando en los tiempos bonitos cuando se diseña el porvenir y las voluntades se unen para sellar pactos, la voz de un poeta me devolvió a la tierra.
De repente, me olvidé de todos los simbolismos y dejé de ver artilugios de distintos tamaños, desapareciendo metales, trabas y óxido.
Concentrado en la dicción de Luis Alberto de Cuenca, que tras ser presentado en un programa formidable comenzó a recitar “Juramento de Amor”, constaté el significado de las promesas.
“Te juro que jamás seré de otra, / me juras que jamás serás de otro, / y lo que nos juramos queda escrito en el agua, / porque los juramentos de amor / valen lo mismo que un estante sin libros, / que una casa sin ventanas. / Pero tú te lo crees, / yo me lo creo / y eso es, vida mía, lo que cuenta.”
Me pareció precioso, tanto que decidí transcribirlo y aprenderlo de memoria, y luego, intentar por este medio hacer pedagogía, porque los versos, además de ser inmutables, refrendan los pactos, mil veces mejor que cualquier cacharro de moda.