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La metáfora de los corderos

Por Julio Fajardo Sánchez
lunes 24 de junio de 2024, 13:49h

Los lunes me lo paso bien leyendo los artículos de Iván Redondo en La Vanguardia. El de hoy se titula El silencio de los corderos. Realmente no logro adivinar a lo que se refiere, pero sí extraigo de su contenido algunas afirmaciones que ya son obsoletas a fuerza de repetirlas hasta la saciedad sin que logren fijarse en algo más que en el argumentario de la militancia para defenderse en sus debates particulares.

Vuelve a lo de la amnistía, que es como el bálsamo de fierabrás para arreglar los problemas de convivencia más que una fórmula para negociar una investidura. No lo voy a discutir. Digo, como Pirandello: así es si así os parece. No obstante no me resisto a aplicar la lógica para intentar esclarecer esta cuestión, aunque la lógica haya sido desplazada de nuestras formas de pensamiento, sustituida por la conveniencia. Me enseñaron mis profesores a emplear el sistema deductivo, el de inducción completa y el de reducción al absurdo. Son cosas antiguas que no pertenecen al mundo de las artificialidades que hoy vivimos. Pensar, discernir, no está de moda. Vivimos en uno de esos tiempos en que esa actividad cerebral puede resultar condenable.

Ante las manifestaciones de Redondo solo se me ocurre plantear el razonamiento del condicional, que se parece bastante a la reducción al absurdo. ¿Y si las cosas no hubieran ocurrido de esa manera, continuarían siendo verdad?. Por ejemplo, ¿si el resultado del 9 de julio de 2023 no hubiera permitido la suma de una mayoría apoyada por independentistas, sería necesaria la amnistía o hubiera seguido siendo inconstitucional como el día anterior? ¿Qué diría Iván Redondo ante esta pregunta? La convivencia es la metáfora que sirve para construir la poética de la afirmación. Hace tiempo que aprendí que lo metafórico actúa como una prótesis para sustituir la incapacidad de encontrar la palabra apropiada. Metáfora, casi siempre equivale a añadido innecesario, a barroquismo, a adorno superfluo para aquello que no se explica con sencillez, a algo destinado a encantar fuera del rigor pertinente de la lógica. Sé que muchos poetas me dirán que no es así, pero yo soy de la escuela del esfuerzo y considero que tiene más mérito el evitarlas que andar sacándoselas del sombrero a cada rato, como hacen los ilusionistas con las palomas y los conejos. Por si sirve de algo más en lo que estoy explicando, reproduzco un párrafo de André Gide:

“No es que no me gustasen las metáforas, incluso las más románticas; sucede que, como me repugna el artificio, me prohibía usarlas. Quería un estilo más pobre, más estricto, más desnudo, estimando que la única razón de ser del ornamento es ocultar algún defecto y que solo aquella idea que no es lo bastante bella debe temer que se la exponga desnuda”.

Esta es la lógica que me satisface para comunicar lo que pienso. La que no precisa de adjetivos ni valoraciones auxiliares, la que no necesita de una corriente de aplausos unánimes para ser entendida, la que proviene de la escritura sencilla, sin las estridencias de los orfeones que las obliguen a ser indiscutibles. A pesar de todo, reconozco que no están los tiempos para estos lujos.

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