Mi abuela no salió más después de la guerra. Solo iba a la catedral. Mataron a su marido y a su hijo. Luego murió mi padre, diez años después de aquel horror. La vida no era buena. Luego se la llevó un cáncer. Recuerdo verla en la cama, buscando la postura para amortiguar el dolor sin conseguirlo. Vino el médico y le puso la morfina y no se quejó más mientras su respiración se iba apagando. A veces la existencia es un tormento que intentamos paliar fortaleciendo a la mente.
Todo el tiempo pensando en que nos vamos a resarcir del sacrificio para que después nos digan que nos engañaron, que nada de lo prometido era verdad. Pero mi abuela encontraba sentido yendo a la iglesia, no perdía la esperanza. Hay tantas cosas que creemos importantes y no lo son tanto y otras que pensamos que no nos sirven, pero a las que no nos queda otra que agarrarnos para seguir viviendo conformes con nosotros mismos.
Esta mañana he visto a mi psicóloga subiendo al coche con su niña y me han dado ganas de hablar con ella. Me dibujaba unos esquemas con flechas que bajaban y subían y yo creía encontrar ahí una respuesta a mis pensamientos negativos. Mi abuela hablaba en el confesionario con un cura gallego, bajito que silbaba las eses en sus labios redondos. Creo que le hacía bien. Ahora muchos tienen un perro y hablan con él y el drama viene cuando el perro se muere.
Mi abuela ya tenía bastantes muertos en su cabeza. Todos tenemos muertos y nos moriremos el día menos pensado. Ahora estoy solo en casa. Antes estuve viendo la tele, más tarde leyendo el libro de los hermanos Goncourt y ahora me he puesto a escribir porque es una de las mejores terapias para encontrarte contigo mismo. Mi abuela me enseñó muchas cosas y yo no me había dado cuenta hasta ahora.