Desde hace ya unos cuantos lustros —o décadas, si me apuran— vengo en observar que la gente, en general, transita por este mundo cruel con la absoluta creencia de que tiene que ir autodefiniéndose con una periodicidad monumental, sin contar con que al resto de los humanos, o sea a todos, nos importa uno o dos cominos sus comentarios acerca de ellos mismos, o sea de todos.
La autodefinición constante viene a ser un desnudo integral de cada ego sin conceder ni un ápice de decencia, ni una chispa de vergüenza, a los respectivos interlocutores, que venimos a ser los demás, o sea, el resto del mundo o así.; o mejor dicho, a nosotros, oyentes involuntarios. De hecho, todo dios, circula por ahí, a todas horas, explicando a los demás lo que él es o lo que piensa sin que nadie, ni dios, se lo pregunte. En realidad, ellos sueltan sus parrafadas insulsas mientras que los demás no tengamos el mínimo interés en conocer nada ni de su vida particular, ni de su ideología, ni de su oficio, ni sobre sus gustos personales, ni sus manías ni nada de nada.
La semana pasada fui castigado a asistir a una boda, con ágape incluido, claro está. Siempre me digo que tengo dos objetivos a cumplir en esta vida y que, cada vez que me propongo conseguirlos, echo en falta un empujón en mi descarriada voluntad: dejar de fumar y abstenerme de pisar una boda. Pues bien, el hecho es que, una vez más, me vi obligado, por compromiso ineludible, a comparecer ante los novios, familiares y demás allegados y amistades y observar, con mis propios ojos, como se empezaba a gestionar un nuevo divorcio a partir del cual nuestros regalos de boda quedarán fatalmente lanzados al abismo.
Pero no es esto lo que les quería contar: se trata de que, una vez incómodamente instalados en nuestras respectivas sillas de tijera, los cocomensales empezaron sus presentaciones de rigor. Tienen ustedes que imaginarse una mesa redonda en la que una batería de personas desconocidas entre ellas se ven obligadas a convivir durante un cierto espacio de tiempo sin ninguna necesidad imperiosa y, sobre todo, con nulas ganas de acercamiento o proximidad vital. Este núcleo de humanos condenados a sufrir tamaño dislate inician una especie de vía crucis, en el cual cada individuo o individua se ve capacitado o capacitada para darse a conocer a modo de presentación y así poder comenzar conversaciones superficiales a partir de la idiosincrasia de cada miembro del cortejo. Así: un señor calvo y con ligera melena en su cogote saltó inmediatamente: “yo soy abogado y estoy especializado en criminología infantil”; dos cuerpos más allá, otro gorrero afirmó: “yo soy traumatólogo y me encantan los juegos de mesa de confrontaciones bélicas”; una foca mal sentada junto al de la pelambrera en la nuca aseguró: “yo, es que soy muy puntillosa en las cosas del aseo”, sin ninguna clase de puta vergüenza por la ofensa colectiva; un tío situado en uno de los extremos de la mesa redonda dictaminó: “yo soy de izquierdas y si me aprietan salto como una liebre. El país se está hundiendo...”, y se quedó tan ancho; junto a la dama amante del aseo se sentaba un hombre joven con un traje de segunda mano pero con alzacuellos visible. Y va y suelta: “yo soy católico. Rezo tanto como el tiempo me permite y dedico mi alma a Dios”, como si el muy idiota no se acordara de que vestía de clergyman; finalmente, un enterado, con cara de sinvergüenza y unas gafas de las de “ahí- te- quiero- ver- (y- no- puedo)”, nos abrumó durante toda la comida (criminal, por cierto, como en todos estos eventos) con frases del estilo de: “yo soy un buen fisonomista” (y se le cayeron las lentes); o bien: “yo soy más de carne que de pescado” (lo cierto es que miré mi plato y no supe saber, con exactitud, si estaba comiendo carne o pescado); también rebuznó el clásico: “yo, es que soy muy despistado. Ayer, sin ir más lejos, salí de casa sin acordarme de ponerme los pantalones. Pero, aparte de eso, suelo ser muy puntual”; la guinda la puso la foca emperifollada cuando, sin reparos, dejó el nivel muy alto encuñando un sensacional: “yo soy como soy”. ¡Bravo!
Mientras tanto, yo iba pensando, sumido en mi estupefacción: ¿a mi, tíos, qué carajo me importan vuestras profesiones, maneras de ser o de pensar o vuestros vicios y virtudes si dentro de tres o cuatro horas (lo quedure el suplicio) dejaremos de vernos hasta más allá, mucho más allá, de la eternidad eterna? Porque, vamos, lo tengo muy claro: yo me encuentro a la foca, al traumatólogo, al criminalista, al del cogote peludo y sudado, al de la carne o el pescado o al mismísimo sacerdote en lo más profundo del infierno, entre las más atroces llamas atizadas por los discípulos de Satanás y —no se yo ustedes— pero un servidor pacta con el diablo una salida lo más digna posible del reencuentro con la panda de la boda. Por cierto: ver al cura echando humo y cenizas me produciría, sin ánimo de ofensa, una ligera sonrisa.
Estoy convencido de que llegará un momento en que uno pedirá la hora por la calle y el cuestionado transeúnte le comunicará: “soy las tres y cuarto”.
¡Cagüendiez!