Es complicado para mí hablar sobre ese activismo que hoy se manifiesta con el objeto de cambiar las cosas. Es complicado porque ya no soy joven y porque lo he visto muchas veces. Del nos roban al no se vende no hay mucha distancia, y en ambas frases se puede canalizar un descontento que proviene de problemas sociales que no tienen que ver exclusivamente con lo medioambiental y lo sostenible.
Me han llegado videos por WhatsApp que denuncian una situación recurriendo a imágenes de César Manrique entre chatarra, a puntos cubanos y a canciones elevando la protesta con asuntos que denotan la existencia de una sociedad que se siente incómoda y recurre al grito. Así es como se llama en Sudamérica al intento de sacudirse el yugo del colonialismo y que tanto fruto sigue dando en las experiencias revolucionarias.
El territorio como víctima de las agresiones no es algo nuevo. Recordemos a Carlos Puebla cuando cantaba; “Aquí pensaban seguir tragando y tragando tierra sin sospechar que en la sierra se alumbraba el porvenir. Aquí pensaban seguir ganando el ciento por ciento con casas de apartamentos y echando el pueblo a sufrir”. Era al principio de los 60 cuando llegó el comandante y mandó a parar. Han pasado más de 60 años y la cosa sigue igual. Hoy Madrid se llena de venezolanos ricos que compran viviendas en la milla de oro, y las plataformas se quejan porque los consideran culpables del aumento de los precios y la escasez para resolver una necesidad tan urgente como la habitación. Miami está llena de gente que ha huido de los paraísos revolucionarios, igual que las empresas catalanas buscan refugio en lugares de mayor seguridad amenazadas por los excesos del progreso.
Es complicado hablar de esto porque yo también fui joven y procuro entenderlo, pero no seré como el viejo Stephane Hessel que le diga “Indignaos” a las nuevas generaciones sin ofrecerles otra alternativa que la protesta. Nada de lo que digo es nuevo porque ya lo viví. Si estuviera convencido de que la ley no existe y es violentada desde las administraciones para favorecer a la especulación, sería el primero en ponerme al frente de una manifestación, hacer una huelga de hambre o sacar la vieja guitarra para proclamar mi inconformidad. Pero las cosas no son así y creo que hay una cobertura jurídica que protege a todos por igual, como debe ser en una sociedad democrática.
La situación del mundo no es buena. No existen políticas fiables y el debate se ha polarizado hasta conseguir que los extremos sean los protagonistas de la situación que vivimos. No existe un panorama que ofrezca garantías esperanzadoras para las nuevas generaciones. También sé que son ellas las que se deben de fabricar su futuro; que yo, y la gente como yo, ya no significamos nada en un ambiente que se nos va de las manos. Quizá en esto tengan razón y yo debería tener la boca cerrada, aunque pienso que si todos reclaman su derecho a pegar el grito por qué no me voy a incluir yo también en esa reivindicación.
A pesar de todo no se me va de la cabeza lo de Carlos Puebla: “Aquí pensaban seguir ganando el ciento por ciento con casas de apartamentos”. “Se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó parar”. Eso cala bastante, pero ahí está la historia para demostrar cuáles son las consecuencias.